Selección de producciones / aportes

Selección de producciones / aportes -según orden alfabético de apellidos- del Taller Arte y Letras de Artistas y Escritores con Discapacidad por invitación y participación especial en eventos culturales:



- Creatividad 2022: "Creando libertades"
WCIW BA Zona Norte World Creativity and Innovation Week Semana de la Creatividad y la Innovación

MÁS ALLÁ DEL AMOR / Úrsula Buzio

Mi carrera como actriz fue breve pero brillante, mi formación en el Teatro Nacional muy buena. Así que casi desde el comienzo tuve la oportunidad de representar papeles importantes tanto de personajes reales como de ficción. Cuando lo conocí, en una reunión de amigos, estaba finalizando una muy exitosa temporada representando "Casa de Muñecas" de Ibsen, en el que yo hacía el papel de Nora. No sé si porque fue el último que representé o por los sucesos que habrían de ocurrir más tarde en mi vida, pero fue el personaje que más hondo caló en mi corazón. Cuando asumía un rol le entregaba todo de mí, me transformaba realmente. Pero una vez que bajaba del escenario volvía a ser yo. Por lo general regresaba a casa, me daba una ducha y despojaba de mi cuerpo y de mi mente todo vestigio del personaje que habitara en mí momentos antes.

Cuando María Elena me lo presentó en su casa, la amplia sonrisa que iluminaba su rostro me cautivó. Me reconoció de inmediato, en cambio yo no sabía que estaba frente al escritor más afamado del momento. Tomó mi mano y la besó con delicadeza, a partir de ese momento permanecimos juntos hasta que finalizó la velada. A los tres meses nos casamos y emprendimos una prolongada gira por Europa. Rodolfo había sido invitado por varios países, con motivo de la presentación de su última novela.

El primer paso que di para complacerlo fue rescindir mi contrato para representar "Casa de Muñecas" en las principales ciudades del interior del país.

Mi esposo me había asegurado que al regreso de nuestro viaje, podría continuar ejerciendo mi profesión, que jamás se opondría a ello. Pero no fue así, poco a poco fui dejando, sin darme cuenta, de ser yo misma para ser, exclusivamente, la señora de... siempre sin advertirlo, me fui convirtiendo en su principal personaje. Me escribía los libretos y yo los interpretaba al pie de la letra.

Nunca tuvo para conmigo una palabra o un gesto desagradable, por el contrario, fue minando mi voluntad a través de la seducción, de la fascinación que ejercía sobre mí.

Para vacacionar este último verano habíamos coincidido en alquilar una casita a orillas del mar en un balneario algo alejado y no muy populoso, para que pudiera trabajar tranquilo.

Llevábamos varias horas transitando por la ruta que bordea la costa atlántica cuando advertí que Rodolfo desviaba el auto y tomaba por un atajo. Al preguntarle el por qué, no me respondió. A los pocos minutos nos deteníamos frente a una casona que se parecía a un castillo medieval en medio de un páramo. Pensé que íbamos a visitarla. Cuando me anunció que era la casa donde pasaríamos nuestras vacaciones, creí que iba a desmayarme. Abrí la portezuela del auto y bajé. Sin decir palabra me abrazó y me llevó hasta el pie de la escalera que conducía a la galería, allí me alzó en brazos y subió cargado conmigo. Había preparado todo de antemano. La puerta de entrada estaba abierta de par en par, en el centro del ambiente, sobre una mesa ratona había un jarrón con rosas rojas. Con sumo cuidado, como si fuera una muñeca de porcelana, me depositó sobre un enorme sillón de pana gris. Me pidió que no me preocupara, que todo estaba previsto.

Un matrimonio que había contratado estaría a mi servicio, el hombre tenía un pequeño automóvil para ir a buscar al pueblo más cercano lo que yo deseara.

A medida que transcurrían los días, la estadía en aquel lugar se me hacía cada vez más insoportable. Ni siquiera teníamos teléfono. Me dijo que era una decisión suya que estando de vacaciones, no nos haría falta para nada. Tampoco le había dado la dirección a ninguno de nuestros amigos, según él para que nuestra tranquilidad fuera completa.

Conseguí la anuencia de Rodolfo para que el casero me llevara hasta el pueblo, ya que deseaba comprar algunas cosas. Aproveché la ocasión para hablarle a María Elena y contarle la situación por la cual estaba pasando. Quedamos en que a la noche siguiente me esperaría en un sitio determinado de la ruta. Esperé a que Rodolfo se durmiera. Ya tenía preparado un bolso con las cosas más imprescindibles. Salí cautelosamente de la habitación. Parecía un autómata, no podía reaccionar, cerré la puerta y comencé a bajar la escalera cuando escuché a Rodolfo que gritaba mi nombre de tal modo que la casa pareció temblar.

Me quedé paralizada, la maleta cayó de mi mano y rodó hacia abajo. Estaba quieta, como un objeto inanimado, deseando que apareciera para que me diera vida. Escuché que la puerta se abría tras de mí y sus pasos que se acercaban. Me tomó suavemente de los hombros y me hizo girar hacia él al tiempo que me preguntaba ¿Dónde ibas amor? ¿No sabés que no sabría, que no podría vivir sin vos? Tampoco yo -le dije sollozando mientras lo abrazaba con desesperación.

Entonces comprendí que nunca podría parecerme a Nora, que jamás podría, como ella, tomar la decisión de marcharme.

                                                                                                                           

CUANDO SEPA TU NOMBRE / María Luisa Cejas

Cuando sepa tu nombre escribiré un poema

Orlado de jazmines, pintado de arrebol;

Con sones de esperanza y aromas de alhucema,

Con música de alondras y tibiezas de sol.

 

Cuando sepa tu nombre se lo daré a las flores

Para que lo embellezcan con su gracia y olor;

Y embellecido luego de aromas y colores,

Lo guardaré en mi pecho cual tesoro mayor.

 

Cuando sepa tu nombre se lo diré a los vientos,

Para que ellos, traviesos, lo lleven por doquier;

Y acaso conmovido, al oír mis acentos

Tu corazón al mío quiera corresponder.

 

SIEMBRA / Carmen Custo

Siembra en el niño

la semilla del amor,

y será un hombre

que sabrá brindar y recibir amor.

 

Siembra en el niño

la semilla del respeto,

y será un hombre

que sabrá respetar y será respetado.

 

Siembra en el niño

la semilla de la solidaridad,

y será un hombre

solidario con su prójimo.

 

Siembra en el niño

la semilla de la obediencia,

y será un hombre

que sabrá obedecer y será obedecido.

 

Siembra en el niño

las semillas del conocer y el saber,

y será un hombre

con conocimientos y sapiencia.

 

Siembra en el niño

la semilla de la justicia,

y será un hombre justo

que brindará y exigirá justicia.

 

Siembra en el niño

la semilla del trabajo,

y será un hombre

que sabrá trabajar.

 

Siembra en el niño

la semilla de la honestidad,

y será un hombre honesto

que brindará y exigirá honestidad.

 

Siembra en el niño

la semilla de la responsabilidad,

y será un hombre responsable

que brindará y exigirá responsabilidad.

 

Siembra en el niño

la semilla de sus derechos,

y será un hombre

que sabrá cómo hacerlos cumplir.

 

Siembra en el niño

la semilla de sus obligaciones,

y será un hombre

que sabrá como cumplirlas.

 

Cada una de estas semillas

brindará el fruto deseado,

si las riegas constantemente

con tus actos cotidianos.

 

EL COCINERO DE LHARDY / Manuel Enríquez Turiño

Miró con la preocupación pintada en sus ojos el teléfono que acababa de colgar. Las noticias no podrían ser peores y tampoco podía culpar de ello a nadie. Solamente al frío del otoño madrileño y a la maldita gripe que, como consecuencia del primero, se estaba cebando entre los empleados del restaurante. Hasta esa última llamada todo se había podido solucionar tirando de la buena voluntad de los que deberían haber librado ese fin de semana. Luego cuando se produjo la baja siguiente, decidió dejar bajo mínimos el servicio del local que la casa Lhardy tenía en el mercado de san Miguel. Pero allí también había caído casi la totalidad de la plantilla. El problema habría podido subsanarse con relativa facilidad en cualquier otro mes, en cualquier otra fecha pero el destino parecía haber seguido esa máxima no escrita que dice que cuando algo puede salir mal, saldrá peor. Y así había sido. A falta de dos horas para iniciarse la noche del sábado, no tenía cocineros ni tampoco a nadie que pudiera meterse entre los fogones. Además la reserva era completa para esa noche con el añadido de un cliente especial. Para Milagros Novo todos sus clientes eran especiales y no hacía distinciones en el trato. Siempre cercano. Pero la presencia de un tan famoso como oscarizado actor estadounidense que había decidido cenar el típico cocido atraería con seguridad a los chicos de la prensa. Y Milagros sabía que con la prensa no se juega y que fallar precisamente en un día como ese era similar a jugar a la ruleta rusa con el agravante de tener seis balas cargadas en el tambor del arma. Volvió a mirar la pantalla de su teléfono buscando una solución que no iba a ser fácil de encontrar. Una suave corriente del aire de la tarde, llamó su atención. La puerta del local se había abierto para dar paso a un hombre atractivo, de mediana edad y de aspecto desaliñado.

El paraíso europeo parecía no serlo tanto. Eso fue lo que pensó el porteño Ariel Labraga después de ocho meses en Madrid, procedente de Buenos Aires, de donde había llegado en busca de un futuro prometedor. Había gastado todos sus ahorros en el pasaje y en pagar una modesta pensión en el barrio de la Latina. A pesar de los vientos de crisis que corrían por Europa, las perspectivas de encontrar un buen laburo le animaron a cruzar el océano. Pocas semanas le bastaron para decepcionarse. Trabajos eventuales y mal pagados que en su situación de inmigrante ilegal eran los únicos que había podido encontrar. Repartir publicidad de una pequeña oficina de compra y venta de oro, situada en la calle de la Montera, había sido su última ocupación.  Mientras repartía los folletos no perdía de vista el final de la calle. Las leyes municipales no permitían la entrega de publicidad y si los pitufos, Ariel había aprendido bien el argot de la ciudad, le cazaban, sería puesto de inmediato en un avión y devuelto a la Argentina. Interrumpió sus pensamientos para desviar la mirada hacia unas piernas eternas embutidas en un ceñido pantalón que dibujaba unas curvas imposibles. El resto de la mina se le antojaba igual de eterna, igual de imposible. Ella se dio cuenta de que él la estaba mirando y con un gesto coqueto balanceó la coleta rubia que caía por su espalda. Ariel giró la cabeza para no perderla de vista y lo que encontró en su lugar fue la cara ceñuda de un policía que le pedía la documentación. A pocos pasos del primero, un segundo agente cubría la ruta de huida hacia la red de san Luis. Ante la imposibilidad de enseñar una documentación que no tenía, qué más hubiera querido él, las piernas del argentino, casi por iniciativa propia, emprendieron la carrera, no sin antes desplazar de un empujón al asombrado agente, que terminó cayendo al suelo llevándose en su camino a una pareja con las manos cargadas de bolsas. El desconcierto ocasionado proporcionó al fugado una buena distancia de ventaja pero no la suficiente como para dejar atrás el no demasiado rítmico pitido del silbato de los dos policías que corrían detrás de él. Ariel desechó la posibilidad de entrar en el metro. Y enfiló sus pasos hacia la carrera de san Jerónimo. Pronto se dio cuenta de su error. El Congreso de los Diputados, estaba al final de la calle y una fuerte dotación policial hacía siempre guardia en las puertas. Por detrás los munipas y sus silbatos y por delante los maderos y sus pistolas. Una difícil elección. Sus piernas, nuevamente sin consultarlo, volvieron a tomar la iniciativa y cuando se quiso dar cuenta estaba en ese lugar que no conocía. Sudoroso, cansado y con una mujer que le miraba detenidamente.

—Buenas tardes. ¿En qué podemos ayudarle?

A Ariel solamente le había hecho falta un vistazo para darse cuenta de dónde se encontraba. A pesar de que el restaurante era uno de los más conocidos de la ciudad, ni en sus más extraños sueños se le habría ocurrido entrar en el establecimiento. Aunque la puerta había quedado cerrada, escuchó los silbatos de los agentes que le perseguían pasar de largo y suspiró aliviado con la certeza de encontrarse, al menos de momento, a salvo. La mirada de la mujer se había desviado, interrogante, en dirección a la calle y él se limitó a encogerse de hombros dando una explicación que nadie le había pedido.

—Perseguirán a alguno de los manteros de la calle —dijo con poco convencimiento.

—Sí, será eso —repuso la mujer.

Cualquier otro día, alguno de los camareros del local ya se habría acercado al recién llegado para servirle su consumición. Pero esa tarde, con el servicio bajo mínimos, Milagros decidió encargarse ella misma del cliente.

—¿Desea tomar algo?

Ariel pensó en los dos euros que en esos momentos llevaba en el bolsillo. Seguramente cualquier cosa que pidiese superaría esa cantidad. El silencio que guardó durante unos instantes fue suficiente para que la mujer tomase la iniciativa. Tomó una de las tazas que estaban alrededor del samovar de plata, abrió el grifo de éste y al instante un tazón de caldo humeante estaba en las manos del recién llegado que no recordaba haber probado algo tan delicioso.

—Excelente —fue lo único que pudo decir cuando dejó la taza vacía en una de las mesas—. Busco laburo…. ¡Emmm! Perdón —se corrigió— busco trabajo ¿Habría algo para mí?

Ella lo valoró con la mirada unos instantes. La apuesta era arriesgada pero estaba verdaderamente desesperada.

—¿Qué sabe usted hacer?

Ariel no supo por qué dijo lo que dijo, pero, al igual que sus piernas, sus labios habían decidido adelantarse a sus pensamientos.

—Soy cocinero. Trabajé durante dos años haciendo suplencias en un restaurante de Buenos Aires. Se llama “La Bourgogne”. Quizás a usted le suene. A Milagros le sonaba. Vaya si le sonaba. Quizás se tratase del restaurante más elitista de la capital argentina.

—¿Conoce usted el cocido madrileño?

—La boca de Ariel volvió a hablar sin consultar su opinión.

—¿El cocido? ¡Claro que lo conozco! Mi mamá era española y no había domingo en la que la familia no se reuniese en la quinta para deleitarnos con tan rico plato.

No, en la vida de Ariel Labraga nunca hubo una madre española. Sus bisabuelos habían emigrado desde Palermo hacía más de cien años. Tampoco había quinta. Solamente un pequeño apartamento en un barrio de las afueras. Y los domingos comía igual que el resto de la semana. Empanada, tallarines bolognesa o asado de carne. Igual que el resto del país. Todo cocinado y comido en una pequeña casa de comidas del barrio.

Cuando Ariel se encontró solo en la inmensa cocina, ataviado con un delantal blanquísimo y con el gorro de chef sobre su cabeza, se preguntó qué carajos haría. Él en su vida había sido capaz de freír un huevo y tampoco tenía idea de cómo manejar una cocina de esas dimensiones. Armarios metálicos, expositores de vidrio y varias fuentes con carne troceada de distintos tipos, verduras, patatas, garbanzos…. Su patrona le contó que ella misma había ido preparándolo todo en los pocos momentos libres que el agobio de la tarde le había permitido. La primera elección que tuvo que tomar fue decidir el fogón a utilizar. Hasta él sabía que no era lo mismo una cocina de inducción que una eléctrica o el más clásico fuego de gas. Sus dudas parecieron ser respondidas porque, de inmediato, uno de los fuegos se iluminó en señal inequívoca de que se había puesto en funcionamiento. Si el destino había optado por tomar esa decisión… ¿quién era él para llevarle la contraria? Lo siguiente era elegir una cazuela adecuada. Todas estaban perfectamente colocadas sobre los estantes situados encima de su cabeza. Las recorrió con la mirada y sus manos se dirigieron hacia la que parecía ser la más grande de todas y sus manos tuvieron que desviarse en el último momento para cazar al vuelo una de las tapas que, quizás colocada en precario equilibrio, había decidido caerse del lugar que le correspondía. Sujetó la tapa y optó por la olla que estaba debajo. Ariel fue a colocarla sobre el fogón encendido y, nuevamente, algo cambió su decisión. El grifo empezó a gotear. Un fino hilo de agua primero y un fuerte chorro casi de inmediato. ¿Era eso una señal de llamada? Si iba a colocar la olla sobre el fuego, supuso que primero tendría que tener algo dentro que se pudiera calentar. Colocó el recipiente debajo del grifo y cuando se hubo llenado hasta la mitad, el chorro se interrumpió de la misma manera que se había iniciado. El improvisado cocinero añadió todos los ingredientes a la olla antes de ponerla al fuego. Puso ésta en el fogón preguntándose cuál sería el siguiente paso a dar. La respuesta llegó en forma de una vibración procedente de un bote grabado con tres simples letras: SAL. Ariel tomó un pellizco de polvo blanco. Luego un segundo y un tercero hasta que el bote detuvo su vibración.

—¡La pucha! —exclamó—. Mirá que había yo oído hablar de edificios inteligentes pero es la primera vez que me entero de que también hay cocinas así…

Cuando Milagros iba a cerrar la puerta del restaurante eran casi las dos de la mañana. Todo había transcurrido sin novedad y el actor se había marchado encantado con la cena servida prometiendo regresar. Miró el enorme espejo y sonrió al percibir que una sombra tremendamente familiar se fundía con él. No era la primera vez que la veía. Musitó un sencillo “gracias Emilio”. La luz pareció comprenderla y parpadeó un par de veces antes de sumir la sala en la oscuridad más absoluta. Desde el primer momento Milagros supo que el eventual cocinero contratado para esa noche, jamás había pisado una cocina antes de ese día. Pero no era no era lo único que sabía. También estaba segura de que él no iba a fallarle. Nunca lo había hecho. El espíritu de Emilio Huguenin Lhardy, siempre había velado por su negocio y siempre lo haría mientras hubiera clientes que entrasen para tomar un cocido, una taza de caldo o una media combinación acompañada de una barqueta de ensaladilla y esa noche, una vez más el viejo propietario había tenido que meterse entre fogones.

 

EL JARILLAL / Renée Escape

Era un crepúsculo como todos. Nada diferente a los otros del campo agreste. El sol se ponía adormecido y la tierra arrojaba sus aromas a mojado. Los jarillales hacían lo suyo acompañando a la brisa con sus aromas característicos. Ellos estaban más allá, con sus guitarras somnolientas tratando de arrancar de sus cuerdas endebles, canciones viejas y tristonas. El charango las acompañaba y un bombo martillaba los tonos más acompasados. Un rumor cadencioso imitaba un ritmo ininteligible… que parecía un folklore de ebrios, padecientes y llorosos. Sentada sobre piedras húmedas y algo frías, con mis manos rodeando mis piernas y el mentón apoyado sobre mis rodillas, escuchaba pero indiferente al entorno diluido. El humo de carne asada a las brasas, movía sus volutas al son de la ventisca caprichosa que se había decidido a bailar con el ritmo que las cuerdas emitían desde el fogón. Arrimados al fuego, el grupo continuaba afanoso con sus cánticos adormecedores. Dominaban las imágenes, las brasas en el rescoldo de la parrilla y las chapas calentando tortas con chicharrones que estimulaban los hocicos de los perros hambrientos y esmirriados. Su voz se aproximó lentamente. Le reconocí porque el viento la traía en modo intermitente a medida que él se acercaba. Parado cerca de mí, me dijo secamente: -Sin él, ya todo se ha terminado. Esto ya ha perdido el sentido. Es hora de irme. –Comenzó a soplar un viento más intenso y ahora agitaba los yuyos amarrados a la tierra seca y sedienta, mientras levantaba polvo cuya suciedad opacaba las pocas superficies que la luz mortecina permitía vislumbrar. Me quedé observando los verdes y grises de esos plantines de jarilla salvajes y resilientes. Mirándolos… me extrañó de repente descubrir yuyales secos, pero aún vivos, con sus hojarasquillas achicharradas por el sol ardiente de las siestas impías del verano y la falta de lluvias en los terruños hostigados. Sin embargo, se erguían orgullosos, muy resistentes, indomables e inquebrantables. Mostraban apenas algunos minúsculos capullos violáceos de sus tímidas florecillas muy salvajes. Tan bucólicas como las espinosas ramas que con orgullo brotaban de sus moribundos tallos, pretendiendo sus derechos a la supervivencia, casi negada por el azaroso destino cruel.

Él continuó al captar mi indiferencia: _Ya es la hora Jacinta… me tengo que ir. Por favor no llorisquees, pues ya lo he decidido y me voy. Esto nunca funcionó y ahora que el chiquillo no está más, con más razón, “me pego la vuelta”. –Continué mirando al yuyo más próximo y tomé conciencia que había sobrevivido a las pisoteadas de los gauchos, a las jaurías de perros mastines, y a la falta total de agua. Habían pretendido sobrevivir en las tierras yermas no regadas ni por hombres ni lluvias, ausentes desde vaya a saber cuántos meses. Es que por esos espacios el cielo había olvidado sus funciones y, carente de piedad, había privado de aguas balsámicas y secado hasta las lágrimas de los sufrientes.

Sin más palabras que agregar, girando sobre sí, él se marchó cansino sin hacer ruido. Me di cuenta de su ausencia cuando no sentí más su olor a tabaco rancio. Sin darle importancia alguna, no dejé de mirar los otros yuyos más cercanos al conjunto. El capataz se me acercó inquiriendo: -¿Gusta un mate doñita? Mire que se lo cebé yo mismo. –Pero su voz estaba demasiado lejana como para que yo pudiera oírla. Confieso que el aroma de la carne asándose, de las tortitas al rescoldo, el perfume de los jarillales humedeciéndose apenas con el rocío que cubría lentamente la tierra y los yuyos sedientos, mientras el sol apagaba sus últimos rayos y la luna salía a cumplir su posta… acaparaban toda mi atención.

Supongo que, ante mi indiferencia, el capataz se habría retirado invitando a su ronda de mateadas, a los folkloristas que entusiasmados, rascaban enérgicamente sus instrumentos roncos, mientras yacían a sus pies, varias botellas de vino sacadas de la bodeguita del Zoilo. Rico producto del vino nuevo casero, y de las pisadas de las uvas en la melesca de la última vendimia…

El trote del alazán que llevaba en su monta al padre de mi hijo recientemente muerto, retumbaba debajo de mis pies mientras vibraba la tierra por sus pasos a galope rumbo al nunca más. Yo seguía subyugada con el fuego y la belleza de las brasas enrojecidas. Cubos encendidos y humeantes que, además de calor, daban sensación de protección. Me incorporé de la piedra que ofrecía su superficie para mis asentaderas, atraída por el tizón y lo levanté para remover el fuego y separar más brasas para el rescoldo. Magnetizada por el rojo intenso de su largo filo punzante, me sentía hipnotizada por su calor envolvente y su intensidad iridiscente. Miré al yuyo que agitaba sus débiles hojillas mustias como avisando que su resistencia no duraría ya hasta mañana si alguien gentil o bondadoso no regaba sus raíces sedientas. Pude presentir a los guitarreros quienes tocaban una triste melodía que se escapaba con el viento. Pude ver al capataz quien todavía sostenía al mate con su mano derecha y cuya bombilla, maravillaba con el brillo de los primeros haces lunares atrevidos; mientras que con la otra intentaba gesticular imponiendo actitud con alguna palabra comprensiva y sugerente.

Fue demasiado caliente e intensamente doloroso, pero solo fugaz. El viento vino a buscarme y mientras la sangre borboteaba tibia sobre mi vientre cayendo sobre mis muslos fríos, regando la tierra pulverulenta y resquebrajada por la sequía, alcancé a ver al jarillal feliz, pues su abrazo acarició mi rostro y partió conmigo hacia la luna plateada… que a esas alturas de la noche nueva ya había teñido a todo de plata con sus rayos incipientes sellando por fin… lo inevitable.

 

 LA PAZ / Gabriela Giurlani

Los voluntarios se inspiran

entusiasmando caminos.

Fibras de ternura

cobijan semillas

de misericordia

y caricias cotidianas.

Resuenan dinámicas transparencias

sin demoras

que transforman y transmutan

ritos en mensajes de esperanza.

Caminan rumbos periféricos

en vidas perseverantes.

Ruedas y rondas de pueblos

que crecen y abrazan

otras comunidades.

Respuestas de lluvias interiores

buscan emociones

conmoviendo sentimientos pródigos.

Rostros excluidos

tantean inquietos

repicando preguntas utópicas.

Las ideas erizan y sacuden

las mentes y las voluntades virtuosas.

Llegan los tiempos

de fomentar los dones,

de renovar lo posible.

Y de acordar, educar y aprender la paz.

La bienaventurada paz.

 

VIEJO RIEL / Edgardo González

Esa mañana muy fría el tren se detuvo y yo volví a pisar mi tierra natal, después de tanto tiempo. Me invadió una extraña sensación de alegría y nostalgia al recorrer con la mirada la vieja estación de Bahía Blanca, y enseguida recordé a don Ismael Luna, un sureño apodado “Viejo Riel”, hombre apasionado por el ferrocarril y la solidaridad que conjugaba con su profesión de guardatrén. Me había propuesto localizarlo con el fin de conversar y revivir aquellas anécdotas que me había contado cuando yo era chico. Al observar en un lugar privilegiado de la estación una placa de bronce con su nombre, no tardé en comprender que el tren de la vida se lo había llevado. Entristecí por el aprecio que le guardaba, él sólo había sido un vecino, pero muy admirado.

Caminé hasta llegar a la antigua playa de maniobras hoy abandonada, donde merodeaban perros sin dueños. Me senté sobre unos durmientes y no sé si me quedé dormido o soñé despierto. Se me apareció su imagen vistiendo el traje gris reglamentario y la infaltable gorra que, según me contaron, junto al silbato y una obsoleta linterna, se llevó con él a su morada final. Volvían a mi mente algunos de sus relatos referentes a la alegría que él experimentaba al llegar a cada estación, donde bajaban pasajeros y se confundían en abrazos con quienes los aguardaban. El viejo se sentía orgulloso de haberlos traído, se creía el responsable de esos encuentros. Si bien su tarea era de guardatrén, la cumplía como un protector de la comunidad.

El lugar que lo conmovía era “Ingeniero Jacobacci” en la provincia de Río Negro, una parada obligatoria para los convoyes con destino a Zapala y a Bariloche, además de ser el punto de partida del tren miniatura, “El Trochita”, que llega hasta la lejana Esquel en la provincia de Chubut. Había comenzado con estos viajes en la década del treinta y sabía decir que cada durmiente representaba un día de su vida. En aquel lugar habitaba una comunidad aborigen mapuche con la cual mantenía un enlace afectivo. Jamás llegaba a ellos con las manos vacías: en la ciudad gestionaba donaciones de carne vacuna y recorría casa por casa pidiendo ropa usada. Pues bien sabía que los indígenas sólo tenían ganado cabrío y usaban su rústica piel como vestimenta básica. En la zona de Jacobacci el frío aprieta en toda época, y ante la carencia padecida, muchos niños solían andar descalzos y cuando un animal orinaba disputaban para chapotear inmediatamente sobre lo mojado para calentar sus pies. Se sentía muy querido por esa gente, lo cual lo hacía muy feliz, y agradecía a Dios y al ferrocarril que les permitían concretar sus buenas acciones.

En una oportunidad asistió de emergencia a una pasajera, lo que terminó en un parto en el interior de un vagón, y por suerte salió todo muy bien. Estaba tan contento que al llegar a la estación de destino, tocaba el silbato llamando la atención y gritaba: ¡EL TREN TUVO UN HIJO, EL TREN TUVO UN HIJO! Realmente era un personaje divino.

Recordé la dirección postal que él definía como su domicilio: “Bahía 2543 – Ferrocarril General Roca” Y hacia allá me dirigí. Era la estación de cargas de Bahía Blanca, ahí estaba la casa del Viejo Riel, de arruinada madera grisácea con ruedas inertes de hierro oxidado y el número del descascarado vagón carguero “2543”. Un extremo estaba cubierto por un arbusto enmarañado de rosas silvestres. Adentro un catre, cuyos soportes eran pilas de herrumbradas zapatas de frenos, una añosa campana y algunos andrajos. Vivió y se fue sin nada, porque todo, todo lo dio a sus semejantes. Con un nudo en la garganta y sin contener algunas lágrimas con sabor a hierro, reviví los días de mi niñez cuando sus relatos me llenaban de alegrías. Dejó este mundo a los 97 años, casi al cumplir un siglo, y no sé si fue la bondad de su alma que le fue recompensada o simplemente que la muerte anduvo distraída.

Al emprender el regreso en un triste vagón, sentí que me embargaba la emoción pues el Viejo Ismael me había impactado en demasía. Espontáneamente viví algo sensacional: lo vi sentado frente a mí, con el uniforme impecable pero con cara de enojado, igual que un niño caprichoso. Me quedé mudo, anonadado, porque sentí deseos de expresarle tantas cosas… Interpreté su enojo relacionándolo con una anécdota que alguna vez me contó. Hacía muchos años lo habían designado como Guardatrén entre las terminales Bahía Blanca y Plaza Constitución. Algo de por sí desagradable ya que lo sacaban de su propio mundo, de la misión sureña de rutina, de su gente querida. Él lo consideraba un desarraigo, pero el daño más profundo le resultó al llegar a la Gran Ciudad, en una inmensa estación donde bajaban y esperaban miles y miles de personas y nadie, nadie lo abrazó ni lo saludó… ¡Gente de Piedra! En ese lugar no había corazón. Además, seguramente estaría molesto por encontrarse con el lamentable estado de deterioro del ferrocarril, lo que había sido su pasión. ¿De qué otra forma podría sentirse?

A Don Ismael, el Viejo Riel, le faltó dejar un hijo que continuara dando frutos de solidaridad, pero lo compensó sembrando ejemplos. Lástima que el antiguo farol de señales le haya marcado la luz roja a su vida… Me consuela saber que hoy continúa su trabajo y que nos está esperando para tocar la campana en la gran estación del cielo, el día que arribemos de uno a uno, como cualquier tren lo hace a su terminal.

 

COMO SI NADA / Omar González

Los pájaros ya se están llamando en la quietud de este amanecer suburbano, mientras el sol va asomándose lentamente extendiendo sus llameantes dedos hacia un cielo que, en un instante, se acaba de teñir de un dorado casi tan glorioso como el de los cabellos de mi amada hija.

¡Que glorioso día para verla pasar! Para volver a contemplar su paso juvenil, despreocupado, sus cabellos al viento, el color de sus mejillas al influjo de algún galanteo que la sonroja casi tanto como la divierte, esa vitalidad que brota de cada uno de sus poros en cada movimiento, en cada gesto, su frescura, su andar...

Yo, como todos los días, la espero aquí, parado junto al semáforo, porque es aquí donde suele detenerse unos instantes antes de cruzar la calle; preciosos instantes, regalo del cielo que aprovecho para beber con avidez esa imagen tan amada. ¡Mi niña! ¡Mi amada niñita!

Ella, como cada tarde, se detendrá cerca del cordón de la vereda esperando la luz verde, mirará sin ver, o haciendo que no nos ve, a los demás transeúntes y a mí, y seguirá su camino, como si nada.

Yo la dejaré marchar. Reprimiré mis ganas, no me animaré a interceptarla, a detenerla y explicarle, a decirle cuanto la amo, cuanto la extraño.

Ya lo intenté, muchas veces. Puse en ese afán todo mi empeño, mis más sinceros y descarnados sentimientos, caminé junto a ella, le abrí mi corazón, mi alma toda, le expliqué de mil maneras que yo no pude evitarlo. Pero no hubo caso, fue horrible.

Desde entonces me contento solo con verla pasar, despreocupada y distante, alegre, pero no tanto. Yo lo sé, o deseo creerlo así. Ella no me habla; no me perdona que la haya abandonado, seguro que es eso, seguro. ¿Qué otra cosa podría ser? Pero a mí no me engaña, no. Ni su aire despreocupado, ni su indiferencia. Me entristece hasta lo indecible, me parte al medio, pero no me engaña. Ella también piensa en mí, también me extraña. Lo intuyo, lo siento. Lo sé.

Y me acuerdo de aquella vez en que -como tantas otras veces- mezclado entre el gentío de la plaza en donde suele tomar su almuerzo viandero sentada al sol en un banco durante la entre hora de su trabajo, yo la espiaba sin molestarla. Sé que no hubiera debido hacerlo, pero era más fuerte que yo. Y en más de una de esas oportunidades, sumida en la agridulce evocación de antiguos momentos tan cálidos como el sol de aquellas tardes, abstraída en la cotidiana visión de un padre hamacando a su hijita, esperándola al pie del tobogán o comprándole un copo de nieve, sus ojos comenzaban a brillar y no lograban evitar que humedecieran sus mejillas. Entonces yo secaba las mías y hubiera podido jurar que, por alguna de esas cosas sobrenaturales que solo suceden entre padres e hijos, nuestras almas, beneficiadas por alguna gracia divina, sintonizaban al mismo tiempo una misma frecuencia y ambos rememorábamos las mismas vívidas y entrañables escenas de un pasado feliz en el que, amándonos a manos llenas, crecíamos juntos.

Lentamente, la realidad circundante se iba desvaneciendo, esfumándose poco a poco, mientras que ante nuestros ojos -porque estoy seguro que ella “veía” lo mismo que yo, espectadores ambos de la misma película- comenzaban a plasmarse antiguas escenas tan dulces como añoradas que ya no volverán.

Sí, en aquellos momentos, ella aparecía ante nosotros como la niñita de cinco años que estaba poniendo sus piecitos sobre los míos para que yo, tomándola de las manitas la llevase a recorrer el patio de casa montada sobre mis zapatos. Y, en aquella especie de magia cinematográfica de nuestra vida real, también estábamos asistiendo juntos a aquel cumpleaños de Mamá, cuando disfrazados del Payaso Trampolín y su Payasita Sinmiedos, ofrecíamos nuestro espectáculo de malabares en donde todo nos salía rotundamente mal y que finalizaba, irremediablemente, con nosotros dos desparramados por el piso, abrazados, riéndonos a carcajadas, mientras la concurrencia, entre aplausos y vítores, nos arrojaban migas de pan, servilletas de papel hechas bollo y almohadones.

¡Cuántos momentos hermosos! ¡Cuánta vida!

Pero siempre, o la hora del almuerzo llegaba a su fin, o una frenada, o la bocina de algún automóvil rompía el hechizo, y nos devolvía a la realidad. Esta realidad que no debiera ser así.

Ella secaba sus lágrimas, colocaba la vianda en una bolsita, y volvía a su trabajo. Yo, lo de siempre. A esperarla al día siguiente para verla pasar.

¿Qué otra cosa puedo hacer si ya lo intenté todo? Ella no me habla, me ignora, pero yo sé que aún me ama, yo sé que...

¡Qué lindo sería poder volver el tiempo atrás! A aquellos tiempos en que yo era su “Papito querido”, ese que todo lo podía, que todo lo arreglaba en un santiamén, aquel que, cuando la encontraba preocupada o triste, con esa tristeza que no se sabe muy bien de donde viene pero que nos angustia y allí está, estrujándonos el pecho, me acercaba por detrás suyo, silbaba una tonadita, ponía una rodilla en tierra, los brazos abiertos y ella, al darse la vuelta y verme, corría sonriendo a estrecharse contra mi abrazo. Entonces ambos caíamos al piso y, entre cosquillas, ahuyentábamos las tristezas.

Pero ya no es una niñita; no, ya no lo es. Ahora es toda una mujercita de veinticuatro años. ¿O de veinticinco? ¡Qué vergüenza! Es que el tiempo pasa tan rápido... O tan lento. Ya ni sé.

¿A ver? Me parece que allí viene. Sí, es ella, acaba de doblar la esquina. Viene hacia aquí. Está a solo unos ochenta metros de mí. Tan cerca. Tan lejos. Ochenta metros que su desprevenido andar recorrerá en apenas unos segundos. Un pequeño ramillete de segundos que son mi desvelo, motivo de mi pobre existencia.

Mi niñita no deja de sorprenderme, cada día más bonita. Ese taconeo lo reconocería sin verlo, entre millones. Pero esa falda tan cortita ¡Uy!, ¡Si su madre la viera!... No, no se escandalizaría; en realidad, yo tampoco lo hago. Pero qué tristeza lleva en su mirada. ¡Dios mío, cuánto la extraño!

Ya está a mitad de cuadra. La distancia se acorta, el tiempo se acaba.

No puedo permitir que se aleje nuevamente de mí. Tenemos que hablar, decirnos lo que haga falta decir, por más duro que sea. Me tiene que escuchar, me tiene que perdonar. Pero ¿qué cosa decirle que no le haya dicho ya una y mil veces? ¿Qué argumentos emplear? ¿Qué palabras? No, no puedo permitirlo. Es ahora o nunca.

Ya está a solo unos metros. Me aparto de la gente silbando nuestra vieja tonadita, me paro frente a ella, pongo una rodilla en tierra y abro los brazos, esperándola sin respirar. Ella se acerca, sonrío... y vuelve a pasar a través de mí, como si nada.

 



- Creatividad 2020: "Tiempo para Crear y Transformar"
WCIW BA Zona Norte World Creativity and Innovation Week Semana de la Creatividad y la Innovación

ALGUNAS VIVENCIAS / Úrsula Buzio

La noche no se me apareció de pronto, fue como un día que lentamente se va apagando, sin haber naufragado aún en la oscuridad total. Fueron desapareciendo para mí, las imágenes, los colores, los rostros queridos. Las fotografías que atesoraban tiempos idos, pasaron a ser un trozo de cartulina, las filmaciones solo audio, todo se fue sumergiendo en una inexorable bruma. Sin embargo, como por arte de magia lo que alguna vez vi, quedó atesorado de modo indeleble en mi memoria. El paisaje urbano de esta querida, enorme y cosmopolita ciudad de Buenos Aires, también se fue desdibujando pero sigo transitando por sus calles, gracias a esas personas fugaces y anónimas que me regalan un poco de su tiempo y con quienes a veces comparto retazos de sus historias personales y a quienes le cuento de nuestros logros. Mi agradecimiento para ellas y para todos aquellos que me tienden su mano, haciendo que sea más fácil y grato el nuevo camino que me toca recorrer en la vida. Iluminan con su solidaridad nuestra existencia, iluminemos las suyas con nuestra gratitud.

SONETO EXHORTATIVO / María Luisa Cejas

Jamás tu mano empuñe arma guerrera,
Vertedora de sangre fratricida,
De miedo, espanto y hambre por doquiera,
De pena y desazones sin medida.

Si has de empuñar, empuña la mancera
Y en las entrañas de la tierra herida,
Ponga tu corazón de primavera
La sagrada simiente de la vida.

Al ver tus ojos el trigal florido,
Dará loas a Dios, agradecido
Tu corazón, que en vez de sufrimiento,
Con fe de niño y generosa mano,
Gentil donó, en servicio de su hermano,
Siembra de amor en pan, vital sustento.

TRIBUTO, una historia real / Carmen Custo

El día amaneció lluvioso. Desayunó, se puso el traje y el piloto, saludó a su madre y salió a la calle. El agua de lluvia surcaba su rostro. Tomó el colectivo, el tren, y mientras las estaciones pasaban implacables, su pensamiento entró en el arcón de los recuerdos. Se encontró siendo niño, jugando en la vereda con su hermanito y sus amigos. Siempre fue muy buen alumno, y su familia le brindó apoyo incondicional. Ingresó en el instituto de ciegos para la rehabilitación de su ceguera que lo acompañaba desde el nacimiento, donde realizó también sus estudios primarios. Después entró en la secundaria, en una escuela integrada, rodeado de compañeros que no tenían dificultades en la visión. Con mucho esfuerzo, llegó a la Universidad. Allí, para estudiar las materias de lo que había elegido, utilizó todos los elementos que se lo permitían: la máquina y la pizarra de escribir Braille, además de lectores y grabaciones. Finalmente salió de la Facultad con su título. Pensando esto, sin darse cuenta, llegó a Retiro y se bajó del tren, imperturbable con su bastón blanco. Había gente que lo atropellaba, otros que lo ignoraban, y algunos que lo ayudaban. La lluvia había cesado. Alguien lo acompañó hasta tomar el colectivo, con su viaje de diarias peripecias, manifestaciones y cambios de ruta. Por fin llegó a su trabajo, donde hizo una brillante carrera. La persona de seguridad que se encontraba en la puerta le dijo: ¡Buen día Doctor! Y él con una sonrisa le respondió: ¡Buen día, buen día! Igual que hace más de 20 años, tomó el ascensor, llegó al Departamento de Legales, saludándose con sus colegas. Como ese día no hacía Tribunales, se sentó frente a la computadora para redactar un edicto. Y aquí comenzó otra vez su rutina laboral, con la felicidad diaria de estar cumpliendo un sueño. 

UN RECUERDO A RITMO DE TANGO / Manuel Enríquez Turiño
Quizás ustedes recuerden la película “Esencia de mujer”. En ella, Al Pacino interpreta el papel de un general del ejército americano que quiere suicidarse tras haber perdido la vista. En una de las escenas, el general se marca un tangazo al ritmo de “Por una cabeza”. La película termina con un heterodoxo pero brillante discurso del general ante un claustro de profesores universitarios. Todo muy “made in Hollywood”. Final feliz cuando el tipo conquista a una preciosa mujer. Al terminar de ver la película, corría el año 1993, mientras yo manejaba mi auto, le dije a mi acompañante: “Tengo que conseguir ser ciego y bailar el tango.”  Si además de tener un sentido del humor un tanto particular yo fuera fatalista, que no lo soy, pensaría que todo fue una venganza del destino porque unos meses más tarde empecé a perder la vista de forma irreversible. Para terminar de cumplir el vaticinio aprendí a bailar el tango. Hoy puedo presumir de que Al Pacino baila mejor que yo pero yo soy mejor ciego que él. Lo uno por lo otro. ¿Baila usted, señora mía?

CUANDO LA LUZ SURGE DE ADENTRO / Renée Escape

Sin poder imaginarlo siquiera,
como esas sorpresas sísmicas de la vida,
la luz externa apagó su linterna,
y un telón cerró la función sin que se pidiera.

 La negrura como oscuro manto,
se cernió sobre mi pobre existencia,
sin que lo pudiera evitar el canto,
de algún ángel piadoso que regalara presencia.

Ya no más los rostros bellos de mis hijos,
ni el azul del cielo en las despuntadas del alba.
Nunca más el brillo de las estrellas en sus sitios fijos,
ni los bellos jardines poder apreciar con calma.

¡Ay! ¡Como el extrañar de la mar rugiente,
fue el ardor de la calamidad naciente!
Comenzó el duelo del vivir presente,
con el triste manto negro, cernido como simiente.

Yo había muerto latiendo aún en mí, la vida.
El desgano, la impaciencia y el olvido cubrieron mi existencia.
Más algo gorgoteaba en mi interior bien profundo,
tratando de vencer al nuevo destino iracundo.

Desde la negrura honda de mi arcano bien escondido,
brotaron vertientes luminosas con otras normas.
Sonido y tacto aprendieron a recorrer las formas,
 y las superficies comenzaron a cobrar sentido.

Muy de a poco, el mundo recobró sus colores,
cuando mi mente evocó lo hermoso aprendido.
Se diluyeron las frustraciones y sinsabores,
cuando agradecí la miel que de la experiencia había bebido.

Ahora ir presta por la vida dura, 
es cuestión de fe y firmeza.
La resiliencia estará cada vez más madura,
cuando me contente solo, ¡el pan cada día en la mesa!

He de comprender en la adversidad,
que es la FE la que provoca y sostiene,
la tea interna que se enciende,
para que pueda vislumbrar con el alma…
¡Aquello que los ojos le nieguen a mi mente!

TROYA / Gabriela Giurlani

De tus palabras se desprenderán cada tanto
saetas de preguntas sin respuesta
miradas hacia infiernos sepultados
de adolescencia lejana y no tan muerta.
Y pudiste ver
que mi hoy también es mi pasado
que mi presente es mi futuro cierto
que como siempre lucho y me levanto
que como siempre canto y reverdezco.


Y mil veces construiré Troya
sobre sus ruinas.


No pido mucho más que tus ojos comprensivos
Si sólo basta con tu presencia
Si sólo basta con tu silencio.

SECRETO EN EL JARDIN / Edgardo González

El milenario sol naciente tendía su manto sobre el territorio perteneciente al Honorable Palacio del Emperador Lyn Chuk Ching. Resaltaban los vivos colores de las cabezas de dragones, en lo alto de cada columna frontal. Diez mil voces de pájaros trinaban señalando la calma del amanecer en el corazón del Japón. El hijo del Cielo, como era habitual, recorrió el interior del Palacio observando los diseños arquitectónicos y los detalles que impregnaban hasta el último rincón. Lucía un brillante kimono de seda, de colores similares al estandarte que lo distinguía. Al pasar era saludado por los súbditos con la cortesía de rigor. Arrojaba alimentos a dos feroces panteras negras, sus preciadas mascotas, a cambio de oírlas rugir. Más tarde se encaminó al inmenso jardín, paraíso de mariposas. En ningún momento abandonaba su Sagrado sable de Samurai, largo y filoso adornado también con dragones y cintas rojas, portándolo al frente, precediendo cada paso. Dos de sus fieles servidores lo acompañaban respondiendo hasta la mínima pregunta. Mientras avanzaba iba acariciando las flores con sus largos y sensibles dedos. Eran muchas las personas con vestimentas típicas, que dedicaban su vida al embellecimiento del jardín. Junto a la cascada que alimentaba el estanque, Omaryk se encontraba manipulando un ábaco. Era el joven encargado de la conservación de los exóticos peces multicolores, que al pasar, como recitando, le informó la cantidad existente. Siguiendo el camino, en sitios precisos, palpó el contorno de cuatro esculturas enfrentadas a los puntos cardinales. En un marco de flores escarlatas, rodeadas por flamencos, percibió a Auroraky meditando como dormida. Era una bella poetisa, que endulzaba sus versos con la beldad de su voz. El emperador, como digno gesto de humildad, besó su mano al tiempo que ella se arrodillaba a sus pies. Detrás de frondosos arbustos emergían rítmicos gritos de los guardias que ejercitaban artes marciales. Prosiguiendo el paseo, en otro sector, protegida entre las palmeras, estaba Mity, con su garganta endiosada jugando con voces y acordes. Se detuvo por un largo rato, a reflexionar bajo los cerezos en flor, disfrutando el delicado aroma, inmerso en la ancestral sabiduría. Luego emprendió el regreso, culminando su rutinario paseo. En íntima y silenciosa ceremonia guardó una vez más, el gran secreto imperial atesorado por la sagrada costumbre. Sobre un paño aterciopelado con la imagen del sol, apoyó con delicadeza el preciado sable de samurái… sustituto del bastón blanco.

COMO SI NADA / Omar González
Los pájaros ya se están llamando en la quietud de este amanecer suburbano, mientras el sol va asomándose lentamente extendiendo sus llameantes dedos hacia un cielo que, en un instante, se acaba de teñir de un dorado casi tan glorioso como el de los cabellos de mi amada hija. 
¡Que glorioso día para verla pasar! Para volver a contemplar su paso juvenil, despreocupado, sus cabellos al viento, el color de sus mejillas al influjo de algún galanteo que la sonroja casi tanto como la divierte, esa vitalidad que brota de cada uno de sus poros en cada movimiento, en cada gesto, su frescura, su andar...
Yo, como todos los días, la espero aquí, parado junto al semáforo, porque es aquí donde suele detenerse unos instantes antes de cruzar la calle; preciosos instantes, regalo del cielo que aprovecho para beber con avidez esa imagen tan amada. ¡Mi niña! ¡Mi amada niñita!
Ella, como cada tarde, se detendrá cerca del cordón de la vereda esperando la luz verde, mirará sin ver, o haciendo que no nos ve, a los demás transeúntes y a mí, y seguirá su camino, como si nada.
Yo la dejaré marchar. Reprimiré mis ganas, no me animaré a interceptarla, a detenerla y explicarle, a decirle cuanto la amo, cuanto la extraño.
Ya lo intenté, muchas veces. Puse en ese afán todo mi empeño, mis más sinceros y descarnados sentimientos, caminé junto a ella, le abrí mi corazón, mi alma toda, le expliqué de mil maneras que yo no pude evitarlo. Pero no hubo caso, fue horrible.
Desde entonces me contento solo con verla pasar, despreocupada y distante, alegre, pero no tanto. Yo lo sé, o deseo creerlo así. Ella no me habla; no me perdona que la haya abandonado, seguro que es eso, seguro. ¿Qué otra cosa podría ser? Pero a mí no me engaña, no. Ni su aire despreocupado, ni su indiferencia. Me entristece hasta lo indecible, me parte al medio, pero no me engaña. Ella también piensa en mí, también me extraña. Lo intuyo, lo siento. Lo sé.
Y me acuerdo de aquella vez en que -como tantas otras veces- mezclado entre el gentío de la plaza en donde suele tomar su almuerzo viandero sentada al sol en un banco durante la entre hora de su trabajo, yo la espiaba sin molestarla. Sé que no hubiera debido hacerlo, pero era más fuerte que yo. Y en más de una de esas oportunidades, sumida en la agridulce evocación de antiguos momentos tan cálidos como el sol de aquellas tardes, abstraída en la cotidiana visión de un padre hamacando a su hijita, esperándola al pie del tobogán o comprándole un copo de nieve, sus ojos comenzaban a brillar y no lograban evitar que humedecieran sus mejillas. Entonces yo secaba las mías y hubiera podido jurar que, por alguna de esas cosas sobrenaturales que solo suceden entre padres e hijos, nuestras almas, beneficiadas por alguna gracia divina, sintonizaban al mismo tiempo una misma frecuencia y ambos rememorábamos las mismas vívidas y entrañables escenas de un pasado feliz en el que, amándonos a manos llenas, crecíamos juntos.
Lentamente, la realidad circundante se iba desvaneciendo, esfumándose poco a poco, mientras que ante nuestros ojos -porque estoy seguro que ella “veía” lo mismo que yo, espectadores ambos de la misma película- comenzaban a plasmarse antiguas escenas tan dulces como añoradas que ya no volverán.
Sí, en aquellos momentos, ella aparecía ante nosotros como la niñita de cinco años que estaba poniendo sus piecitos sobre los míos para que yo, tomándola de las manitas la llevase a recorrer el patio de casa montada sobre mis zapatos. Y, en aquella especie de magia cinematográfica de nuestra vida real, también estábamos asistiendo juntos a aquel cumpleaños de Mamá, cuando disfrazados del Payaso Trampolín y su Payasita Sinmiedos, ofrecíamos nuestro espectáculo de malabares en donde todo nos salía rotundamente mal y que finalizaba, irremediablemente, con nosotros dos desparramados por el piso, abrazados, riéndonos a carcajadas, mientras la concurrencia, entre aplausos y vítores, nos arrojaban migas de pan, servilletas de papel hechas bollo y almohadones.
¡Cuántos momentos hermosos! ¡Cuánta vida!
Pero siempre, o la hora del almuerzo llegaba a su fin, o una frenada, o la bocina de algún automóvil rompía el hechizo, y nos devolvía a la realidad. Esta realidad que no debiera ser así.
Ella secaba sus lágrimas, colocaba la vianda en una bolsita, y volvía a su trabajo. Yo, lo de siempre. A esperarla al día siguiente para verla pasar.
¿Qué otra cosa puedo hacer si ya lo intenté todo? Ella no me habla, me ignora, pero yo sé que aún me ama, yo sé que...
¡Qué lindo sería poder volver el tiempo atrás! A aquellos tiempos en que yo era su “Papito querido”, ese que todo lo podía, que todo lo arreglaba en un santiamén, aquel que, cuando la encontraba preocupada o triste, con esa tristeza que no se sabe muy bien de donde viene pero que nos angustia y allí está, estrujándonos el pecho, me acercaba por detrás suyo, silbaba una tonadita, ponía una rodilla en tierra, los brazos abiertos y ella, al darse la vuelta y verme, corría sonriendo a estrecharse contra mi abrazo. Entonces ambos caíamos al piso y, entre cosquillas, ahuyentábamos las tristezas.
Pero ya no es una niñita; no, ya no lo es. Ahora es toda una mujercita de veinticuatro años. ¿O de veinticinco? ¡Qué vergüenza! Es que el tiempo pasa tan rápido... O tan lento. Ya ni sé.
¿A ver? Me parece que allí viene. Sí, es ella, acaba de doblar la esquina. Viene hacia aquí. Está a solo unos ochenta metros de mí. Tan cerca. Tan lejos. Ochenta metros que su desprevenido andar recorrerá en apenas unos segundos. Un pequeño ramillete de segundos que son mi desvelo, motivo de mi pobre existencia.
Mi niñita no deja de sorprenderme, cada día más bonita. Ese taconeo lo reconocería sin verlo, entre millones. Pero esa falda tan cortita ¡Uy!, ¡Si su madre la viera!... No, no se escandalizaría; en realidad, yo tampoco lo hago. Pero qué tristeza lleva en su mirada. ¡Dios mío, cuánto la extraño!
Ya está a mitad de cuadra. La distancia se acorta, el tiempo se acaba.
No puedo permitir que se aleje nuevamente de mí. Tenemos que hablar, decirnos lo que haga falta decir, por más duro que sea. Me tiene que escuchar, me tiene que perdonar. Pero ¿qué cosa decirle que no le haya dicho ya una y mil veces? ¿Qué argumentos emplear? ¿Qué palabras? No, no puedo permitirlo. Es ahora o nunca.
Ya está a solo unos metros. Me aparto de la gente silbando nuestra vieja tonadita, me paro frente a ella, pongo una rodilla en tierra y abro los brazos, esperándola sin respirar. Ella se acerca, sonrío... y vuelve a pasar a través de mí, como si nada.


- Creatividad 2018: "30+15=Creatividad"
WCIW BA Zona Norte World Creativity and Innovation Week Semana de la Creatividad y la Innovación

SIEMPRE QUEDA UNA ESPERANZA / Úrsula Buzio

Apoyada en su bastón, la anciana permanecía indecisa en el borde de la vereda, era evidente que no se animaba a cruzar la amplia avenida. La gente pasaba por su lado, pero al parecer nadie la veía.
Diego se acercó y le ofreció su ayuda, la acompañó hasta que ella entró a un edificio a media cuadra de la esquina.
El joven siguió su camino. Había andado mucho aquel día, al divisar una plaza, pensó que no le vendría mal descansar un rato allí.
Se sentó en el mejor banco que encontró a la sombra de un árbol.
El abandono en el que se encontraba aquel sitio, que alguna vez fue uno de los pulmones de la ciudad, agregó un poco más de tristeza a la que ya tenía.
Lo que había sido una hermosa cascada, solo lanzaba un débil chorro sobre una fuente llena de basura. Los juegos para los niños, eran un montón de chatarra, el césped y las flores estaban secas y pisoteadas.
La indiferencia de algunas personas frente a la necesidad ajena, la desidia ante el deterioro de un espacio que nos pertenece a todos, tanta injusticia, en fin, tantas cosas...
El bello trinar de un pájaro lo sacó de sus cavilaciones. Levantó la cabeza tratando de ubicarlo entre el follaje. Al cabo de unos minutos un pequeño proyectil surcó el espacio y un capullo de plumas cayó al suelo.
Diego quedó paralizado. Un niño que pareció surgir de la nada se acercó corriendo, tomó con delicadeza al pajarito, se lo acercó al oído para escuchar si latía, la amplia sonrisa del niño, dio a entender que sí.
Lo acarició y besó con suavidad.
Sacó un vaso de su mochila y le pidió al atribulado Diego que le trajera un poco de agua. Le dio de beber a su amigo y le mojó un poco la cabeza.
Luego lo depositó con cuidado en la punta del banco.
“Vamos, ahora intenta volar, vuela, vuela”. Como por arte de magia el pájaro echó a volar, primero con lentitud, luego más rápido hasta que se perdió en la diafanidad del cielo.
Una chispa de esperanza brilló en los ojos de Diego.
No todo está perdido, se dijo en un murmullo.
CELEBRACIÓN ALADA / María Cejas

Las aves exultantes, jubilosas,
Celebran de septiembre la llegada;
Con trinos y gorjeos, en bandada
Se elevan y descienden bulliciosas.

Alegres se disponen, afanosas
Porque ya se avecina la jornada
Del encuentro amoroso y la empollada,
Por leyes de natura rigurosas.

El zorzal, la calandria y el jilguero
Lo mismo que el chingolo y la paloma
Entusiastas construyen sus moradas.

Sirva al hombre el ejemplo de las aves
De entusiasmo, trabajo y armonía
E imite sus afanes cada día.

EL ANDÉN / Carmen Custo

Estaba descansando tranquilamente, cuando pasó una chica muy linda, me miró, la miré, y siguió de largo.
Pensé, “otra más que pasa”. Al poco tiempo volvió con un grandote y me convidaron galletitas.
Me llevaron a su casa. La Linda me preparó una riquísima comida, que hacía mucho no saboreaba.
Llegó la noche, me dieron una cama muy cómoda, y dormí con ellos en el cuarto. Al día siguiente, La Linda me invitó a bañarme, me quiso pasar el secador pero yo me asusté, entonces nunca más lo volvió a intentar.
Me quedé con ellos y siempre íbamos a pasear, una vez con La Linda, otra vez con él, y a veces con los dos juntos.
Nos mudamos a otra casa, más grande, tenía patio y jardín, así que sí quería podía tomar sol. Tenían una gata que se llama Tailandia, con la cual no tenía ni tenemos piel. Un día, había algo que ellos llamaban heladerita, yo me acerqué con cuidado, miré para un lado, miré para el otro, para arriba, para atrás, nadie me estaba observando, entonces, robé un chorizo. Estaba exquisito, todo había salido como yo pensaba, pero, cometí un error, porque el piolincito me colgaba de la boca. El Grandote me retó, mientras lo miraba como diciendo: “yo no fui, no sé qué me querés decir”, con cara de inocente. Otro día salimos a pasear los tres y fuimos a buscar una perrita. El Grandote, mi jefe, le puso de nombre Matilda: es de color canela, orejuda y por suerte, se salvó del moquillo que tuvo, aunque le quedaron resabios.
Nos mudamos a otra casa, allí no teníamos jardín, pero sí patio. Nos llevaban a pasear dos o tres veces al día, y yo me dije ¡voy a ser el jefe del barrio! y le agarré la trompa a un perro ovejero alemán. A pesar de tener un collar de ahorque, La Linda no me pudo separar, vino un hombre y me dio un palazo, y allí lo solté, con unas ganas locas de morder al que me pegó. En casa, La Linda le contó al Grandote, entonces él me dijo: “así que sos vivo, a partir de ahora vas a salir con bozal”. Me olvidé de decirles mi nombre: soy Andén, me lo puso El Grandote, porque es el lugar donde me encontraron. Siempre meto la pata con mis travesuras. Les cuento la última. Un día, ellos salieron, al volver escucharon mi gua, guau…, y dijeron: “es Andén pero no está acá”. Me buscaron, y yo estaba en la terraza muy contento. El Grandote se asomó y dijo: “¡Bajate de allí!”, agaché la cola y las orejas como diciendo “yo no hice nada”, bajé las escaleras, me corrieron los cajones de modo que pudiera pasar, y volvieron a colocarlos, para mi protección, así no corría riesgo de caerme.
Estoy muy feliz con mi nueva vida.
Formamos una hermosa familia: El Grandote, La Linda, Matilda, Tailandia y yo, y ya quedó lejos mi época de perro paria.

AMIGAS DE TODOS LOS TIEMPOS / Renée Escape

Soy de muy lejos…. Como la jarilla, la piedra y la montaña.
Soy de tierras yermas, que resisten al Zonda cuando azuza indomable.
Mis ropas son hojas de vid y mis pañuelos… no engañan.
Se llenan de lágrimas cuando a mis amigas… lejanas de grandes ciudades y amables,
Dejan a mi corazón batirse en espera… de tanto que las extraña.
Soy de la palabra, para ellas… muchos versos deseo construir.
Poemas alegres… repletos de dichas que sustenten solo a las risas.
Ellas son de grandes ciudades…. De civilizaciones avanzadas, de mundos a inferir.
Soy yo apenas, la imagen de la tierra, la acequia, y… el viñedo que crece sin prisas.
Sin embargo, sus encantos, sus poesías y almas profundas,
Aceptándome sin escatimas, adoptaron mi amistad plena… ésa, que se anhela cunda.
¿No es suficiente motivo en la vida?… ¿Que éste para sentirse alegre?
¿Cabría alguna tristeza, si se sabe que, en el alma, hay energía intercambiable?
No cualquiera posee la capacidad de amar… Mucho menos aún la de dar.
El cariño, pródigo, interminable, aquél que se reconstruye incesante…
Las distancias, no alejaron culturas…. Las hicieron aún más interesantes.
Todas diferentes, tímidas y atrevidas, osadas y divertidas.
Han sido capaces, de sembrar en mí, interioridades de fulgor y emoción.
Es que… sus modos y enseñanzas, se manifestaron escritas en hermosa canción.
Será entonces, algarabía para las amigas de Buenos Aires... ¡albergantes de ilusión!

LA VIDA / Gabriela Giurlani

Descifran las ondas del aire
el clamor de las partituras de los pájaros,
que conducen a moradas circulares
de llaves de marfil y de metal.

Trocan masas de cera tenue
en sellos de ausencia y transición,
que capturan incorruptibles imágenes
de arcones pacientes y claves reveladas.

En la explanada de la frontera
se hospedan los migrantes rumores
del suceder y del fluir inconmovible,
vocación concebida en estética
de ópera y de manantial
que reúne
en un sólo destello
sus íntimos añicos.

La vida, etérea,
cual risco calcáreo cincelado,
enlaza los instantes
de cristales esculpidos
trastocados en tiempo.

MI ALEGRÍA DE SER / Edgardo González

Llegada la noche dormí bajo un manto de ansiedad, muy preocupado por fortuitas vicisitudes que fueron acumulándose en mí; unos aprietos económicos, contrariedades sociales y otras de índole laboral.  La depresión y la angustia invadían mi alma. Esto me provocó desagradables sueños que fueron convirtiéndose en pesadilla, en la cual me veía como un gladiador blandiendo una espada y buscando alrededor a quienes pudiese exterminar. Temblaba irritado y sediento de venganzas bajo un halo de odio que hasta teñía de rojo mi piel.
Las potenciales víctimas no tenían rostro ni tampoco identidad alguna, pero al agitar mi filosa hoja de acero ellas desaparecían. El efecto me producía cierta satisfacción, aunque al mismo tiempo entristecía mi conciencia. Espontáneamente desperté de un sobresalto, atemorizado por desconocerme a mí mismo ante la actitud soñada.
Mientras me higienizaba me sorprendí frente al espejo cuando percibí la bella imagen de un niño, un niño con una sonrisa tan ancha como un chupetín. Expresaba inocencia y comprensión. Sostenía en sus manos una cándida antorcha para darle la tonalidad al fulgor de las estrellas.
Brotó en mi interior una enorme alegría hasta palpar la libertad, con una sonrisa que parecía atravesar el cielo. Descubría a ese niño feliz que se refugiaba en un rincón de mi alma confundida.
Ahora me apresto a unir tres o cuatro palabras y llenar con ellas un cuento desbordante de alegrías, y apenas, me quedaré sin conocerme todo. Soy como soy, aunque todavía no me reconozco con todas mis ataduras y nudos que deseo desanudar. En fin, existo con alaridos de libertad, con alegrías y con amplios deseos de amar, sin perder la inocencia, buscando la esencia.
Bueno…  eso me gustaría ser.

HUMORADA / Omar González

Participó con una humorada, agregando un texto que no es propio. Se trata de la letra de una muy vieja canción titulada: "Alegría de vivir", el autor de la letra es Rodolfo Zapata, y dice: “Tuve sarampión y gripe, tos convulsa y varicela / solitaria y hepatitis, fiebre amarilla y viruela, / en un ojo cataratas, y conjuntivitis tuve, / y hace muy poquitos días, en otro tengo una nube. / Tuve rabia, escarlatina, fiebre aftosa y la rubeola / Pero yo soy muy alegre, y aunque mi cara es postiza, / fíjense como estoy fuerte y hasta me muero de risa. / Aquí les dejo mi lema: En mi vida no hay problema. / Sufrí bastante del bocio, me enyesaron tres costillas / y al sacarme los meniscos, me entró agua en la rodilla. / Sin vesícula ni apéndice, sigo andando tan campante / y hace un mes que cambié el hígado y tengo un riñón flotante. / Si hablo de mis orejas, escucho por una sola. / Hoy me levanté enterito, sólo tengo algún calambre. / Y ahora voy al hospital, tengo que ir a donar sangre. / Aquí les dejo mi lema: En mi vida no hay problema.”