MÁS ALLÁ DEL AMOR / Úrsula
Buzio
Mi carrera como actriz fue breve pero brillante,
mi formación en el Teatro Nacional muy buena. Así que casi desde el comienzo
tuve la oportunidad de representar papeles importantes tanto de personajes reales
como de ficción. Cuando lo conocí, en una reunión de amigos, estaba finalizando
una muy exitosa temporada representando "Casa de Muñecas" de Ibsen,
en el que yo hacía el papel de Nora. No sé si porque fue el último que
representé o por los sucesos que habrían de ocurrir más tarde en mi vida, pero
fue el personaje que más hondo caló en mi corazón. Cuando asumía un rol le
entregaba todo de mí, me transformaba realmente. Pero una vez que bajaba del
escenario volvía a ser yo. Por lo general regresaba a casa, me daba una ducha y
despojaba de mi cuerpo y de mi mente todo vestigio del personaje que habitara
en mí momentos antes.
Cuando María Elena me lo presentó en su casa, la
amplia sonrisa que iluminaba su rostro me cautivó. Me reconoció de inmediato,
en cambio yo no sabía que estaba frente al escritor más afamado del momento.
Tomó mi mano y la besó con delicadeza, a partir de ese momento permanecimos
juntos hasta que finalizó la velada. A los tres meses nos casamos y emprendimos
una prolongada gira por Europa. Rodolfo había sido invitado por varios países,
con motivo de la presentación de su última novela.
El primer paso que di para complacerlo fue
rescindir mi contrato para representar "Casa de Muñecas" en las
principales ciudades del interior del país.
Mi esposo me había asegurado que al regreso de
nuestro viaje, podría continuar ejerciendo mi profesión, que jamás se opondría
a ello. Pero no fue así, poco a poco fui dejando, sin darme cuenta, de ser yo
misma para ser, exclusivamente, la señora de... siempre sin advertirlo, me fui
convirtiendo en su principal personaje. Me escribía los libretos y yo los
interpretaba al pie de la letra.
Nunca tuvo para conmigo una palabra o un gesto
desagradable, por el contrario, fue minando mi voluntad a través de la
seducción, de la fascinación que ejercía sobre mí.
Para vacacionar este último verano habíamos
coincidido en alquilar una casita a orillas del mar en un balneario algo
alejado y no muy populoso, para que pudiera trabajar tranquilo.
Llevábamos varias horas transitando por la ruta
que bordea la costa atlántica cuando advertí que Rodolfo desviaba el auto y
tomaba por un atajo. Al preguntarle el por qué, no me respondió. A los pocos
minutos nos deteníamos frente a una casona que se parecía a un castillo
medieval en medio de un páramo. Pensé que íbamos a visitarla. Cuando me anunció
que era la casa donde pasaríamos nuestras vacaciones, creí que iba a
desmayarme. Abrí la portezuela del auto y bajé. Sin decir palabra me abrazó y
me llevó hasta el pie de la escalera que conducía a la galería, allí me alzó en
brazos y subió cargado conmigo. Había preparado todo de antemano. La puerta de
entrada estaba abierta de par en par, en el centro del ambiente, sobre una mesa
ratona había un jarrón con rosas rojas. Con sumo cuidado, como si fuera una
muñeca de porcelana, me depositó sobre un enorme sillón de pana gris. Me pidió
que no me preocupara, que todo estaba previsto.
Un matrimonio que había contratado estaría a mi
servicio, el hombre tenía un pequeño automóvil para ir a buscar al pueblo más
cercano lo que yo deseara.
A medida que transcurrían los días, la estadía
en aquel lugar se me hacía cada vez más insoportable. Ni siquiera teníamos
teléfono. Me dijo que era una decisión suya que estando de vacaciones, no nos haría
falta para nada. Tampoco le había dado la dirección a ninguno de nuestros
amigos, según él para que nuestra tranquilidad fuera completa.
Conseguí la anuencia de Rodolfo para que el
casero me llevara hasta el pueblo, ya que deseaba comprar algunas cosas.
Aproveché la ocasión para hablarle a María Elena y contarle la situación por la
cual estaba pasando. Quedamos en que a la noche siguiente me esperaría en un
sitio determinado de la ruta. Esperé a que Rodolfo se durmiera. Ya tenía
preparado un bolso con las cosas más imprescindibles. Salí cautelosamente de la
habitación. Parecía un autómata, no podía reaccionar, cerré la puerta y comencé
a bajar la escalera cuando escuché a Rodolfo que gritaba mi nombre de tal modo
que la casa pareció temblar.
Entonces
comprendí que nunca podría parecerme a Nora, que jamás podría, como ella, tomar
la decisión de marcharme.
CUANDO SEPA TU NOMBRE /
María Luisa Cejas
Cuando
sepa tu nombre escribiré un poema
Orlado de
jazmines, pintado de arrebol;
Con sones
de esperanza y aromas de alhucema,
Con
música de alondras y tibiezas de sol.
Cuando
sepa tu nombre se lo daré a las flores
Para que
lo embellezcan con su gracia y olor;
Y
embellecido luego de aromas y colores,
Lo
guardaré en mi pecho cual tesoro mayor.
Cuando
sepa tu nombre se lo diré a los vientos,
Para que ellos,
traviesos, lo lleven por doquier;
Y acaso
conmovido, al oír mis acentos
Tu
corazón al mío quiera corresponder.
SIEMBRA / Carmen Custo
Siembra en el
niño
la semilla del
amor,
y será un hombre
que
sabrá brindar y recibir amor.
Siembra en el niño
la semilla del
respeto,
y será un hombre
que sabrá
respetar y será respetado.
Siembra en el
niño
la semilla de la
solidaridad,
y será un hombre
solidario con su
prójimo.
Siembra en el
niño
la semilla de la
obediencia,
y será un hombre
que sabrá obedecer y
será obedecido.
Siembra en el
niño
las semillas del
conocer y el saber,
y será un hombre
con conocimientos
y sapiencia.
Siembra en el
niño
la semilla de la
justicia,
y será un hombre
justo
que brindará y
exigirá justicia.
Siembra en el
niño
la semilla del
trabajo,
y será un hombre
que sabrá
trabajar.
Siembra en el
niño
la semilla de la
honestidad,
y será un hombre
honesto
que
brindará y exigirá honestidad.
Siembra en el
niño
la semilla de la
responsabilidad,
y será un hombre responsable
que brindará y
exigirá responsabilidad.
Siembra en el
niño
la semilla de sus
derechos,
y será un hombre
que
sabrá cómo hacerlos cumplir.
Siembra en el
niño
la semilla de sus
obligaciones,
y será un hombre
que sabrá como
cumplirlas.
Cada una de
estas semillas
brindará el fruto
deseado,
si las riegas
constantemente
con tus actos
cotidianos.
EL COCINERO DE LHARDY / Manuel Enríquez
Turiño
Miró con la
preocupación pintada en sus ojos el teléfono que acababa de colgar. Las
noticias no podrían ser peores y tampoco podía culpar de ello a nadie.
Solamente al frío del otoño madrileño y a la maldita gripe que, como
consecuencia del primero, se estaba cebando entre los empleados del
restaurante. Hasta esa última llamada todo se había podido solucionar tirando
de la buena voluntad de los que deberían haber librado ese fin de semana. Luego
cuando se produjo la baja siguiente, decidió dejar bajo mínimos el servicio del
local que la casa Lhardy tenía en el mercado de san Miguel. Pero allí también
había caído casi la totalidad de la plantilla. El problema habría podido
subsanarse con relativa facilidad en cualquier otro mes, en cualquier otra
fecha pero el destino parecía haber seguido esa máxima no escrita que dice que
cuando algo puede salir mal, saldrá peor. Y así había sido. A falta de dos
horas para iniciarse la noche del sábado, no tenía cocineros ni tampoco a nadie
que pudiera meterse entre los fogones. Además la reserva era completa para esa
noche con el añadido de un cliente especial. Para Milagros Novo todos sus
clientes eran especiales y no hacía distinciones en el trato. Siempre cercano.
Pero la presencia de un tan famoso como oscarizado actor estadounidense que
había decidido cenar el típico cocido atraería con seguridad a los chicos de la
prensa. Y Milagros sabía que con la prensa no se juega y que fallar
precisamente en un día como ese era similar a jugar a la ruleta rusa con el
agravante de tener seis balas cargadas en el tambor del arma. Volvió a mirar la
pantalla de su teléfono buscando una solución que no iba a ser fácil de
encontrar. Una suave corriente del aire de la tarde, llamó su atención. La
puerta del local se había abierto para dar paso a un hombre atractivo, de
mediana edad y de aspecto desaliñado.
El paraíso europeo
parecía no serlo tanto. Eso fue lo que pensó el porteño Ariel Labraga después
de ocho meses en Madrid, procedente de Buenos Aires, de donde había llegado en
busca de un futuro prometedor. Había gastado todos sus ahorros en el pasaje y
en pagar una modesta pensión en el barrio de la Latina. A pesar de los vientos
de crisis que corrían por Europa, las perspectivas de encontrar un buen laburo
le animaron a cruzar el océano. Pocas semanas le bastaron para decepcionarse.
Trabajos eventuales y mal pagados que en su situación de inmigrante ilegal eran
los únicos que había podido encontrar. Repartir publicidad de una pequeña
oficina de compra y venta de oro, situada en la calle de la Montera, había sido
su última ocupación. Mientras repartía
los folletos no perdía de vista el final de la calle. Las leyes municipales no
permitían la entrega de publicidad y si los pitufos, Ariel había aprendido bien
el argot de la ciudad, le cazaban, sería puesto de inmediato en un avión y
devuelto a la Argentina. Interrumpió sus pensamientos para desviar la mirada
hacia unas piernas eternas embutidas en un ceñido pantalón que dibujaba unas
curvas imposibles. El resto de la mina se le antojaba igual de eterna, igual de
imposible. Ella se dio cuenta de que él la estaba mirando y con un gesto
coqueto balanceó la coleta rubia que caía por su espalda. Ariel giró la cabeza
para no perderla de vista y lo que encontró en su lugar fue la cara ceñuda de
un policía que le pedía la documentación. A pocos pasos del primero, un segundo
agente cubría la ruta de huida hacia la red de san Luis. Ante la imposibilidad
de enseñar una documentación que no tenía, qué más hubiera querido él, las
piernas del argentino, casi por iniciativa propia, emprendieron la carrera, no
sin antes desplazar de un empujón al asombrado agente, que terminó cayendo al
suelo llevándose en su camino a una pareja con las manos cargadas de bolsas. El
desconcierto ocasionado proporcionó al fugado una buena distancia de ventaja
pero no la suficiente como para dejar atrás el no demasiado rítmico pitido del
silbato de los dos policías que corrían detrás de él. Ariel desechó la
posibilidad de entrar en el metro. Y enfiló sus pasos hacia la carrera de san
Jerónimo. Pronto se dio cuenta de su error. El Congreso de los Diputados,
estaba al final de la calle y una fuerte dotación policial hacía siempre guardia
en las puertas. Por detrás los munipas y sus silbatos y por delante los maderos
y sus pistolas. Una difícil elección. Sus piernas, nuevamente sin consultarlo,
volvieron a tomar la iniciativa y cuando se quiso dar cuenta estaba en ese
lugar que no conocía. Sudoroso, cansado y con una mujer que le miraba
detenidamente.
—Buenas tardes. ¿En
qué podemos ayudarle?
A Ariel solamente le
había hecho falta un vistazo para darse cuenta de dónde se encontraba. A pesar
de que el restaurante era uno de los más conocidos de la ciudad, ni en sus más
extraños sueños se le habría ocurrido entrar en el establecimiento. Aunque la
puerta había quedado cerrada, escuchó los silbatos de los agentes que le
perseguían pasar de largo y suspiró aliviado con la certeza de encontrarse, al
menos de momento, a salvo. La mirada de la mujer se había desviado,
interrogante, en dirección a la calle y él se limitó a encogerse de hombros
dando una explicación que nadie le había pedido.
—Perseguirán a alguno
de los manteros de la calle —dijo con poco convencimiento.
—Sí, será eso —repuso
la mujer.
Cualquier otro día,
alguno de los camareros del local ya se habría acercado al recién llegado para
servirle su consumición. Pero esa tarde, con el servicio bajo mínimos, Milagros
decidió encargarse ella misma del cliente.
—¿Desea tomar algo?
Ariel pensó en los dos
euros que en esos momentos llevaba en el bolsillo. Seguramente cualquier cosa
que pidiese superaría esa cantidad. El silencio que guardó durante unos
instantes fue suficiente para que la mujer tomase la iniciativa. Tomó una de
las tazas que estaban alrededor del samovar de plata, abrió el grifo de éste y
al instante un tazón de caldo humeante estaba en las manos del recién llegado
que no recordaba haber probado algo tan delicioso.
—Excelente —fue lo
único que pudo decir cuando dejó la taza vacía en una de las mesas—. Busco
laburo…. ¡Emmm! Perdón —se corrigió— busco trabajo ¿Habría algo para mí?
Ella lo valoró con la
mirada unos instantes. La apuesta era arriesgada pero estaba verdaderamente desesperada.
—¿Qué sabe usted
hacer?
Ariel no supo por qué
dijo lo que dijo, pero, al igual que sus piernas, sus labios habían decidido
adelantarse a sus pensamientos.
—Soy cocinero. Trabajé
durante dos años haciendo suplencias en un restaurante de Buenos Aires. Se
llama “La Bourgogne”. Quizás a usted le suene. A Milagros le sonaba. Vaya si le
sonaba. Quizás se tratase del restaurante más elitista de la capital argentina.
—¿Conoce usted el
cocido madrileño?
—La boca de Ariel
volvió a hablar sin consultar su opinión.
—¿El cocido? ¡Claro
que lo conozco! Mi mamá era española y no había domingo en la que la familia no
se reuniese en la quinta para deleitarnos con tan rico plato.
No, en la vida de
Ariel Labraga nunca hubo una madre española. Sus bisabuelos habían emigrado
desde Palermo hacía más de cien años. Tampoco había quinta. Solamente un
pequeño apartamento en un barrio de las afueras. Y los domingos comía igual que
el resto de la semana. Empanada, tallarines bolognesa o asado de carne. Igual
que el resto del país. Todo cocinado y comido en una pequeña casa de comidas
del barrio.
Cuando Ariel se
encontró solo en la inmensa cocina, ataviado con un delantal blanquísimo y con
el gorro de chef sobre su cabeza, se preguntó qué carajos haría. Él en su vida
había sido capaz de freír un huevo y tampoco tenía idea de cómo manejar una
cocina de esas dimensiones. Armarios metálicos, expositores de vidrio y varias
fuentes con carne troceada de distintos tipos, verduras, patatas, garbanzos….
Su patrona le contó que ella misma había ido preparándolo todo en los pocos
momentos libres que el agobio de la tarde le había permitido. La primera
elección que tuvo que tomar fue decidir el fogón a utilizar. Hasta él sabía que
no era lo mismo una cocina de inducción que una eléctrica o el más clásico
fuego de gas. Sus dudas parecieron ser respondidas porque, de inmediato, uno de
los fuegos se iluminó en señal inequívoca de que se había puesto en
funcionamiento. Si el destino había optado por tomar esa decisión… ¿quién era
él para llevarle la contraria? Lo siguiente era elegir una cazuela adecuada.
Todas estaban perfectamente colocadas sobre los estantes situados encima de su
cabeza. Las recorrió con la mirada y sus manos se dirigieron hacia la que
parecía ser la más grande de todas y sus manos tuvieron que desviarse en el
último momento para cazar al vuelo una de las tapas que, quizás colocada en
precario equilibrio, había decidido caerse del lugar que le correspondía.
Sujetó la tapa y optó por la olla que estaba debajo. Ariel fue a colocarla
sobre el fogón encendido y, nuevamente, algo cambió su decisión. El grifo
empezó a gotear. Un fino hilo de agua primero y un fuerte chorro casi de
inmediato. ¿Era eso una señal de llamada? Si iba a colocar la olla sobre el
fuego, supuso que primero tendría que tener algo dentro que se pudiera
calentar. Colocó el recipiente debajo del grifo y cuando se hubo llenado hasta
la mitad, el chorro se interrumpió de la misma manera que se había iniciado. El
improvisado cocinero añadió todos los ingredientes a la olla antes de ponerla
al fuego. Puso ésta en el fogón preguntándose cuál sería el siguiente paso a
dar. La respuesta llegó en forma de una vibración procedente de un bote grabado
con tres simples letras: SAL. Ariel tomó un pellizco de polvo blanco. Luego un
segundo y un tercero hasta que el bote detuvo su vibración.
—¡La pucha! —exclamó—.
Mirá que había yo oído hablar de edificios inteligentes pero es la primera vez
que me entero de que también hay cocinas así…
Cuando Milagros iba a cerrar
la puerta del restaurante eran casi las dos de la mañana. Todo había
transcurrido sin novedad y el actor se había marchado encantado con la cena
servida prometiendo regresar. Miró el enorme espejo y sonrió al percibir que
una sombra tremendamente familiar se fundía con él. No era la primera vez que
la veía. Musitó un sencillo “gracias Emilio”. La luz pareció comprenderla y
parpadeó un par de veces antes de sumir la sala en la oscuridad más absoluta. Desde
el primer momento Milagros supo que el eventual cocinero contratado para esa
noche, jamás había pisado una cocina antes de ese día. Pero no era no era lo
único que sabía. También estaba segura de que él no iba a fallarle. Nunca lo
había hecho. El espíritu de Emilio Huguenin Lhardy, siempre había velado por su
negocio y siempre lo haría mientras hubiera clientes que entrasen para tomar un
cocido, una taza de caldo o una media combinación acompañada de una barqueta de
ensaladilla y esa noche, una vez más el viejo propietario había tenido que
meterse entre fogones.
EL JARILLAL / Renée
Escape
Era un crepúsculo como
todos. Nada diferente a los otros del campo agreste. El sol se ponía adormecido
y la tierra arrojaba sus aromas a mojado. Los jarillales hacían lo suyo
acompañando a la brisa con sus aromas característicos. Ellos estaban más allá, con
sus guitarras somnolientas tratando de arrancar de sus cuerdas endebles,
canciones viejas y tristonas. El charango las acompañaba y un bombo martillaba
los tonos más acompasados. Un rumor cadencioso imitaba un ritmo ininteligible…
que parecía un folklore de ebrios, padecientes y llorosos. Sentada sobre
piedras húmedas y algo frías, con mis manos rodeando mis piernas y el mentón
apoyado sobre mis rodillas, escuchaba pero indiferente al entorno diluido. El
humo de carne asada a las brasas, movía sus volutas al son de la ventisca
caprichosa que se había decidido a bailar con el ritmo que las cuerdas emitían
desde el fogón. Arrimados al fuego, el grupo continuaba afanoso con sus
cánticos adormecedores. Dominaban las imágenes, las brasas en el rescoldo de la
parrilla y las chapas calentando tortas con chicharrones que estimulaban los
hocicos de los perros hambrientos y esmirriados. Su voz se aproximó lentamente.
Le reconocí porque el viento la traía en modo intermitente a medida que él se
acercaba. Parado cerca de mí, me dijo secamente: -Sin él, ya todo se ha
terminado. Esto ya ha perdido el sentido. Es hora de irme. –Comenzó a soplar un
viento más intenso y ahora agitaba los yuyos amarrados a la tierra seca y
sedienta, mientras levantaba polvo cuya suciedad opacaba las pocas superficies
que la luz mortecina permitía vislumbrar. Me quedé observando los verdes y
grises de esos plantines de jarilla salvajes y resilientes. Mirándolos… me
extrañó de repente descubrir yuyales secos, pero aún vivos, con sus hojarasquillas
achicharradas por el sol ardiente de las siestas impías del verano y la falta
de lluvias en los terruños hostigados. Sin embargo, se erguían orgullosos, muy
resistentes, indomables e inquebrantables. Mostraban apenas algunos minúsculos
capullos violáceos de sus tímidas florecillas muy salvajes. Tan bucólicas como
las espinosas ramas que con orgullo brotaban de sus moribundos tallos,
pretendiendo sus derechos a la supervivencia, casi negada por el azaroso
destino cruel.
Él continuó al captar
mi indiferencia: _Ya es la hora Jacinta… me tengo que ir. Por favor no
llorisquees, pues ya lo he decidido y me voy. Esto nunca funcionó y ahora que
el chiquillo no está más, con más razón, “me pego la vuelta”. –Continué mirando
al yuyo más próximo y tomé conciencia que había sobrevivido a las pisoteadas de
los gauchos, a las jaurías de perros mastines, y a la falta total de agua.
Habían pretendido sobrevivir en las tierras yermas no regadas ni por hombres ni
lluvias, ausentes desde vaya a saber cuántos meses. Es que por esos espacios el
cielo había olvidado sus funciones y, carente de piedad, había privado de aguas
balsámicas y secado hasta las lágrimas de los sufrientes.
Sin más palabras que
agregar, girando sobre sí, él se marchó cansino sin hacer ruido. Me di cuenta
de su ausencia cuando no sentí más su olor a tabaco rancio. Sin darle
importancia alguna, no dejé de mirar los otros yuyos más cercanos al conjunto.
El capataz se me acercó inquiriendo: -¿Gusta un mate doñita? Mire que se lo
cebé yo mismo. –Pero su voz estaba demasiado lejana como para que yo pudiera
oírla. Confieso que el aroma de la carne asándose, de las tortitas al rescoldo,
el perfume de los jarillales humedeciéndose apenas con el rocío que cubría
lentamente la tierra y los yuyos sedientos, mientras el sol apagaba sus últimos
rayos y la luna salía a cumplir su posta… acaparaban toda mi atención.
Supongo que, ante mi
indiferencia, el capataz se habría retirado invitando a su ronda de mateadas, a
los folkloristas que entusiasmados, rascaban enérgicamente sus instrumentos
roncos, mientras yacían a sus pies, varias botellas de vino sacadas de la
bodeguita del Zoilo. Rico producto del vino nuevo casero, y de las pisadas de
las uvas en la melesca de la última vendimia…
El trote del alazán
que llevaba en su monta al padre de mi hijo recientemente muerto, retumbaba
debajo de mis pies mientras vibraba la tierra por sus pasos a galope rumbo al
nunca más. Yo seguía subyugada con el fuego y la belleza de las brasas
enrojecidas. Cubos encendidos y humeantes que, además de calor, daban sensación
de protección. Me incorporé de la piedra que ofrecía su superficie para mis
asentaderas, atraída por el tizón y lo levanté para remover el fuego y separar
más brasas para el rescoldo. Magnetizada por el rojo intenso de su largo filo
punzante, me sentía hipnotizada por su calor envolvente y su intensidad
iridiscente. Miré al yuyo que agitaba sus débiles hojillas mustias como
avisando que su resistencia no duraría ya hasta mañana si alguien gentil o
bondadoso no regaba sus raíces sedientas. Pude presentir a los guitarreros
quienes tocaban una triste melodía que se escapaba con el viento. Pude ver al
capataz quien todavía sostenía al mate con su mano derecha y cuya bombilla,
maravillaba con el brillo de los primeros haces lunares atrevidos; mientras que
con la otra intentaba gesticular imponiendo actitud con alguna palabra
comprensiva y sugerente.
Fue demasiado caliente e intensamente doloroso, pero
solo fugaz. El viento vino a buscarme y mientras la sangre borboteaba tibia
sobre mi vientre cayendo sobre mis muslos fríos, regando la tierra pulverulenta
y resquebrajada por la sequía, alcancé a ver al jarillal feliz, pues su abrazo
acarició mi rostro y partió conmigo hacia la luna plateada… que a esas alturas
de la noche nueva ya había teñido a todo de plata con sus rayos incipientes
sellando por fin… lo inevitable.
LA PAZ / Gabriela Giurlani
Los voluntarios
se inspiran
entusiasmando
caminos.
Fibras de ternura
cobijan semillas
de misericordia
y caricias
cotidianas.
Resuenan
dinámicas transparencias
sin demoras
que transforman y
transmutan
ritos en mensajes
de esperanza.
Caminan rumbos
periféricos
en vidas
perseverantes.
Ruedas y rondas
de pueblos
que crecen y
abrazan
otras
comunidades.
Respuestas de
lluvias interiores
buscan emociones
conmoviendo
sentimientos pródigos.
Rostros excluidos
tantean inquietos
repicando
preguntas utópicas.
las mentes y las voluntades virtuosas.
Llegan los tiempos
de fomentar los dones,
de renovar lo posible.
Y de acordar, educar y aprender la paz.
La bienaventurada paz.
VIEJO RIEL / Edgardo González
Esa mañana muy fría el tren
se detuvo y yo volví a pisar mi tierra natal, después de tanto tiempo. Me
invadió una extraña sensación de alegría y nostalgia al recorrer con la mirada
la vieja estación de Bahía Blanca, y enseguida recordé a don Ismael Luna, un
sureño apodado “Viejo Riel”, hombre apasionado por el ferrocarril y la
solidaridad que conjugaba con su profesión de guardatrén. Me había propuesto
localizarlo con el fin de conversar y revivir aquellas anécdotas que me había
contado cuando yo era chico. Al observar en un lugar privilegiado de la
estación una placa de bronce con su nombre, no tardé en comprender que el tren
de la vida se lo había llevado. Entristecí por el aprecio que le guardaba, él
sólo había sido un vecino, pero muy admirado.
Caminé hasta llegar a la
antigua playa de maniobras hoy abandonada, donde merodeaban perros sin dueños.
Me senté sobre unos durmientes y no sé si me quedé dormido o soñé despierto. Se
me apareció su imagen vistiendo el traje gris reglamentario y la infaltable
gorra que, según me contaron, junto al silbato y una obsoleta linterna, se
llevó con él a su morada final. Volvían a mi mente algunos de sus relatos referentes
a la alegría que él experimentaba al llegar a cada estación, donde bajaban
pasajeros y se confundían en abrazos con quienes los aguardaban. El viejo se
sentía orgulloso de haberlos traído, se creía el responsable de esos
encuentros. Si bien su tarea era de guardatrén, la cumplía como un protector de
la comunidad.
El lugar que lo conmovía
era “Ingeniero Jacobacci” en la provincia de Río Negro, una parada obligatoria
para los convoyes con destino a Zapala y a Bariloche, además de ser el punto de
partida del tren miniatura, “El Trochita”, que llega hasta la lejana Esquel en
la provincia de Chubut. Había comenzado con estos viajes en la década del
treinta y sabía decir que cada durmiente representaba un día de su vida. En
aquel lugar habitaba una comunidad aborigen mapuche con la cual mantenía un
enlace afectivo. Jamás llegaba a ellos con las manos vacías: en la ciudad
gestionaba donaciones de carne vacuna y recorría casa por casa pidiendo ropa
usada. Pues bien sabía que los indígenas sólo tenían ganado cabrío y usaban su
rústica piel como vestimenta básica. En la zona de Jacobacci el frío aprieta en
toda época, y ante la carencia padecida, muchos niños solían andar descalzos y
cuando un animal orinaba disputaban para chapotear inmediatamente sobre lo mojado
para calentar sus pies. Se sentía muy querido por esa gente, lo cual lo hacía
muy feliz, y agradecía a Dios y al ferrocarril que les permitían concretar sus
buenas acciones.
En una oportunidad asistió
de emergencia a una pasajera, lo que terminó en un parto en el interior de un
vagón, y por suerte salió todo muy bien. Estaba tan contento que al llegar a la
estación de destino, tocaba el silbato llamando la atención y gritaba: ¡EL TREN
TUVO UN HIJO, EL TREN TUVO UN HIJO! Realmente era un personaje divino.
Recordé la dirección postal
que él definía como su domicilio: “Bahía 2543 – Ferrocarril General Roca” Y
hacia allá me dirigí. Era la estación de cargas de Bahía Blanca, ahí estaba la
casa del Viejo Riel, de arruinada madera grisácea con ruedas inertes de hierro
oxidado y el número del descascarado vagón carguero “2543”. Un extremo estaba
cubierto por un arbusto enmarañado de rosas silvestres. Adentro un catre, cuyos
soportes eran pilas de herrumbradas zapatas de frenos, una añosa campana y
algunos andrajos. Vivió y se fue sin nada, porque todo,
todo lo dio a sus semejantes. Con un nudo en la garganta y sin contener algunas
lágrimas con sabor a hierro, reviví los días de mi niñez cuando sus relatos me
llenaban de alegrías. Dejó este mundo a los 97 años, casi al cumplir un siglo,
y no sé si fue la bondad de su alma que le fue recompensada o simplemente que
la muerte anduvo distraída.
Al emprender el regreso en un triste vagón, sentí que
me embargaba la emoción pues el Viejo Ismael me había impactado en demasía.
Espontáneamente viví algo sensacional: lo vi sentado frente a mí, con el
uniforme impecable pero con cara de enojado, igual que un niño caprichoso. Me
quedé mudo, anonadado, porque sentí deseos de expresarle tantas cosas…
Interpreté su enojo relacionándolo con una anécdota que alguna vez me contó.
Hacía muchos años lo habían designado como Guardatrén entre las terminales
Bahía Blanca y Plaza Constitución. Algo de por sí desagradable ya que lo
sacaban de su propio mundo, de la misión sureña de rutina, de su gente querida.
Él lo consideraba un desarraigo, pero el daño más profundo le resultó al llegar
a la Gran Ciudad, en una inmensa estación donde bajaban y esperaban miles y
miles de personas y nadie, nadie lo abrazó ni lo saludó… ¡Gente de Piedra! En ese
lugar no había corazón. Además, seguramente estaría molesto por encontrarse
con el lamentable estado de deterioro del ferrocarril, lo que había sido su
pasión. ¿De qué otra forma podría sentirse?
A Don
Ismael, el Viejo Riel, le faltó dejar un hijo que continuara dando frutos de
solidaridad, pero lo compensó sembrando ejemplos. Lástima que el antiguo farol
de señales le haya marcado la luz roja a su vida… Me consuela saber que hoy
continúa su trabajo y que nos está esperando para tocar la campana en la gran
estación del cielo, el día que arribemos de uno a uno, como cualquier tren lo
hace a su terminal.
COMO SI NADA / Omar
González
Los pájaros ya se
están llamando en la quietud de este amanecer suburbano, mientras el sol va
asomándose lentamente extendiendo sus llameantes dedos hacia un cielo que, en
un instante, se acaba de teñir de un dorado casi tan glorioso como el de los
cabellos de mi amada hija.
¡Que glorioso
día para verla pasar! Para volver a contemplar su
paso juvenil, despreocupado, sus cabellos al viento, el color de sus mejillas
al influjo de algún galanteo que la sonroja casi tanto como la divierte, esa
vitalidad que brota de cada uno de sus poros en cada movimiento, en cada gesto,
su frescura, su andar...
Yo, como
todos los días, la espero aquí, parado junto al semáforo, porque es aquí donde
suele detenerse unos instantes antes de cruzar la calle; preciosos instantes,
regalo del cielo que aprovecho para beber con avidez esa imagen tan amada. ¡Mi
niña! ¡Mi amada niñita!
Ella, como
cada tarde, se detendrá cerca del cordón de la vereda esperando la luz verde,
mirará sin ver, o haciendo que no nos ve, a los demás transeúntes y a mí, y
seguirá su camino, como si nada.
Ya lo
intenté, muchas veces. Puse en ese afán todo mi empeño, mis más sinceros y
descarnados sentimientos, caminé junto a ella, le abrí mi corazón, mi alma
toda, le expliqué de mil maneras que yo no pude evitarlo. Pero no hubo caso,
fue horrible.
Desde
entonces me contento solo con verla pasar, despreocupada y distante, alegre,
pero no tanto. Yo lo sé, o deseo creerlo así. Ella no me habla; no me perdona
que la haya abandonado, seguro que es eso, seguro. ¿Qué otra cosa podría ser?
Pero a mí no me engaña, no. Ni su aire despreocupado, ni su indiferencia. Me
entristece hasta lo indecible, me parte al medio, pero no me engaña. Ella
también piensa en mí, también me extraña. Lo intuyo, lo siento. Lo sé.
Y me
acuerdo de aquella vez en que -como tantas otras veces- mezclado entre el
gentío de la plaza en donde suele tomar su almuerzo viandero sentada al sol en
un banco durante la entre hora de su trabajo, yo la espiaba sin molestarla. Sé que
no hubiera debido hacerlo, pero era más fuerte que yo. Y en más de una de esas
oportunidades, sumida en la agridulce evocación de antiguos momentos tan
cálidos como el sol de aquellas tardes, abstraída en la cotidiana visión de un
padre hamacando a su hijita, esperándola al pie del tobogán o comprándole un
copo de nieve, sus ojos comenzaban a brillar y no lograban evitar que humedecieran
sus mejillas. Entonces yo secaba las mías y hubiera podido jurar que, por
alguna de esas cosas sobrenaturales que solo suceden entre padres e hijos,
nuestras almas, beneficiadas por alguna gracia divina, sintonizaban al mismo
tiempo una misma frecuencia y ambos rememorábamos las mismas vívidas y
entrañables escenas de un pasado feliz en el que, amándonos a manos llenas, crecíamos
juntos.
Lentamente,
la realidad circundante se iba desvaneciendo, esfumándose poco a poco, mientras
que ante nuestros ojos -porque estoy seguro que ella “veía” lo mismo que yo,
espectadores ambos de la misma película- comenzaban a plasmarse antiguas
escenas tan dulces como añoradas que ya no volverán.
Sí, en
aquellos momentos, ella aparecía ante nosotros como la niñita de cinco años que
estaba poniendo sus piecitos sobre los míos para que yo, tomándola de las
manitas la llevase a recorrer el patio de casa montada sobre mis zapatos. Y, en
aquella especie de magia cinematográfica de nuestra vida real, también
estábamos asistiendo juntos a aquel cumpleaños de Mamá, cuando disfrazados del
Payaso Trampolín y su Payasita Sinmiedos, ofrecíamos nuestro espectáculo de
malabares en donde todo nos salía rotundamente mal y que finalizaba,
irremediablemente, con nosotros dos desparramados por el piso, abrazados,
riéndonos a carcajadas, mientras la concurrencia, entre aplausos y vítores, nos
arrojaban migas de pan, servilletas de papel hechas bollo y almohadones.
¡Cuántos
momentos hermosos! ¡Cuánta vida!
Pero
siempre, o la hora del almuerzo llegaba a su fin, o una frenada, o la bocina de
algún automóvil rompía el hechizo, y nos devolvía a la realidad. Esta realidad
que no debiera ser así.
Ella
secaba sus lágrimas, colocaba la vianda en una bolsita, y volvía a su trabajo.
Yo, lo de siempre. A esperarla al día siguiente para verla pasar.
¿Qué otra
cosa puedo hacer si ya lo intenté todo? Ella no me habla, me ignora, pero yo sé
que aún me ama, yo sé que...
¡Qué lindo
sería poder volver el tiempo atrás! A aquellos tiempos en que yo era su “Papito
querido”, ese que todo lo podía, que todo lo arreglaba en un santiamén, aquel
que, cuando la encontraba preocupada o triste, con esa tristeza que no se sabe
muy bien de donde viene pero que nos angustia y allí está, estrujándonos el
pecho, me acercaba por detrás suyo, silbaba una tonadita, ponía una rodilla en
tierra, los brazos abiertos y ella, al darse la vuelta y verme, corría
sonriendo a estrecharse contra mi abrazo. Entonces ambos caíamos al piso y,
entre cosquillas, ahuyentábamos las tristezas.
Pero ya no
es una niñita; no, ya no lo es. Ahora es toda una mujercita de veinticuatro
años. ¿O de veinticinco? ¡Qué vergüenza! Es que el tiempo pasa tan rápido... O
tan lento. Ya ni sé.
¿A ver? Me
parece que allí viene. Sí, es ella, acaba de doblar la esquina. Viene hacia
aquí. Está a solo unos ochenta metros de mí. Tan cerca. Tan lejos. Ochenta
metros que su desprevenido andar recorrerá en apenas unos segundos. Un pequeño
ramillete de segundos que son mi desvelo, motivo de mi pobre existencia.
Mi niñita
no deja de sorprenderme, cada día más bonita. Ese taconeo lo reconocería sin
verlo, entre millones. Pero esa falda tan cortita ¡Uy!, ¡Si su madre la
viera!... No, no se escandalizaría; en realidad, yo tampoco lo hago. Pero qué
tristeza lleva en su mirada. ¡Dios mío, cuánto la extraño!
Ya está a
mitad de cuadra. La distancia se acorta, el tiempo se acaba.
No puedo
permitir que se aleje nuevamente de mí. Tenemos que hablar, decirnos lo que
haga falta decir, por más duro que sea. Me tiene que escuchar, me tiene que
perdonar. Pero ¿qué cosa decirle que no le haya dicho ya una y mil veces? ¿Qué
argumentos emplear? ¿Qué palabras? No, no puedo permitirlo. Es ahora o nunca.
Ya está a solo unos metros. Me aparto de la gente
silbando nuestra vieja tonadita, me paro frente a ella, pongo una rodilla en
tierra y abro los brazos, esperándola sin respirar. Ella se acerca, sonrío... y
vuelve a pasar a través de mí, como si nada.
ALGUNAS VIVENCIAS / Úrsula Buzio
De tus palabras se desprenderán cada tanto
saetas de preguntas sin respuesta
miradas hacia infiernos sepultados
de adolescencia lejana y no tan muerta.
Y pudiste ver
que mi hoy también es mi pasado
que mi presente es mi futuro cierto
que como siempre lucho y me levanto
que como siempre canto y reverdezco.
Y mil veces construiré Troya
sobre sus ruinas.
No pido mucho más que tus ojos comprensivos
Si sólo basta con tu presencia
Si sólo basta con tu silencio.
El milenario sol naciente tendía su manto sobre el territorio perteneciente al Honorable Palacio del Emperador Lyn Chuk Ching. Resaltaban los vivos colores de las cabezas de dragones, en lo alto de cada columna frontal. Diez mil voces de pájaros trinaban señalando la calma del amanecer en el corazón del Japón. El hijo del Cielo, como era habitual, recorrió el interior del Palacio observando los diseños arquitectónicos y los detalles que impregnaban hasta el último rincón. Lucía un brillante kimono de seda, de colores similares al estandarte que lo distinguía. Al pasar era saludado por los súbditos con la cortesía de rigor. Arrojaba alimentos a dos feroces panteras negras, sus preciadas mascotas, a cambio de oírlas rugir. Más tarde se encaminó al inmenso jardín, paraíso de mariposas. En ningún momento abandonaba su Sagrado sable de Samurai, largo y filoso adornado también con dragones y cintas rojas, portándolo al frente, precediendo cada paso. Dos de sus fieles servidores lo acompañaban respondiendo hasta la mínima pregunta. Mientras avanzaba iba acariciando las flores con sus largos y sensibles dedos. Eran muchas las personas con vestimentas típicas, que dedicaban su vida al embellecimiento del jardín. Junto a la cascada que alimentaba el estanque, Omaryk se encontraba manipulando un ábaco. Era el joven encargado de la conservación de los exóticos peces multicolores, que al pasar, como recitando, le informó la cantidad existente. Siguiendo el camino, en sitios precisos, palpó el contorno de cuatro esculturas enfrentadas a los puntos cardinales. En un marco de flores escarlatas, rodeadas por flamencos, percibió a Auroraky meditando como dormida. Era una bella poetisa, que endulzaba sus versos con la beldad de su voz. El emperador, como digno gesto de humildad, besó su mano al tiempo que ella se arrodillaba a sus pies. Detrás de frondosos arbustos emergían rítmicos gritos de los guardias que ejercitaban artes marciales. Prosiguiendo el paseo, en otro sector, protegida entre las palmeras, estaba Mity, con su garganta endiosada jugando con voces y acordes. Se detuvo por un largo rato, a reflexionar bajo los cerezos en flor, disfrutando el delicado aroma, inmerso en la ancestral sabiduría. Luego emprendió el regreso, culminando su rutinario paseo. En íntima y silenciosa ceremonia guardó una vez más, el gran secreto imperial atesorado por la sagrada costumbre. Sobre un paño aterciopelado con la imagen del sol, apoyó con delicadeza el preciado sable de samurái… sustituto del bastón blanco.